A menudo sucede que en la vida tenemos que enfrentarnos al papel de víctimas en infinidad de situaciones. Encontramos siempre más fácil ubicarnos en el lugar de los que sufren que en el de los responsables de causar males a los demás. Por ejemplo, en nuestro lugar de trabajo siempre hallamos la manera de culpabilizar a los jefes de nuestras incapacidades o carencias, que adoptar una postura activa a la hora de resolver problemas y dificultades. Una oficina, sin ir más lejos, es el escenario donde tienen lugar las actuaciones de unos y otros. Los primeros, ellos, se encargan de amargarnos la existencia a los segundos, nosotros, a la hora de repartir los turnos de vacaciones, los ritmos de trabajo, los horarios, los temas a abordar… Lo que sucede tiene explicaciones difusas, pero una vez aplicada cierta racionalidad y observación, y eliminada la subjetividad inherente al ser humano, nos damos cuenta de que víctimas y verdugos somos al final iguales.

Es cierto que los niveles de responsabilidad son distintos, pero a fin de cuentas todos estamos atrapados por los mismos lazos que nos impiden mirar adelante en las ocupaciones. Durante mucho tiempo uno adopta la postura de situarse en la retaguardia de los problemas. Parece más fácil culpar a los otros de nuestros problemas, incapacidades, carencias, debilidades y falta de gallardía o valentía, a la hora de coger el toro por los cuernos y salir de este laberinto que nos atenaza. Lo que ocurre es que es más sencillo echar balones fuera que situarse debajo de los cuatro palos e intentar parar hasta los penaltis de Mendieta. Pasa como en la sanidad pública, en la que mantenemos la distancia con el médico especialista, al que conferimos un papel de brujo sanador omnipotente, y renunciamos a conocer nuestros derechos y obligaciones.

También acontece algo similar en la política. La dejamos en mano de los profesionales de la cosa pública y nos quedamos agazapados hasta que nos convoquen cada cuatro años a votar. El engranaje sigue así porque con nuestra actitud pasiva aportamos la grasa adecuada para que las tuercas no chirríen o se detenga el sistema. Con lo fácil que es arrojar aun poco de chinarro con el fin de que la máquina necesite de la intervención de un mecánico para analizar qué es lo que sucede.

Tengo un amigo que se ha pasado años culpando a sus jefes de todos los problemas que tenía. Su ritmo de trabajo era infernal y no tenía tiempo para desarrollar sus aficiones, atender a sus amigos y crear una familia en condiciones, como Dios manda. Tardó mucho tiempo en darse cuenta de que sus jefes tenían los mismos problemas que él, y que en definitiva eran víctimas de sus propias acciones. Hasta que no llegó ese momento no descubrió que sus dardos tenían un objetivo equivocado. Desde entonces comprendió mejor que cada persona desempeña un papel asignado en esta máquina del mundo, y se dedicó a colocar un espejo frente a los que hasta entonces eran sus enemigos. A éstos les costó entender lo que realmente sucedía pero contribuyó a que se pusieran de su parte. Comprendió entonces aquél dicho latino de que si no puedes vencer a tu enemigo, alíate con él para vencer a los que realmente son tus adversarios.

Se trata, en definitiva, de tener el empuje, la tenacidad, la fuerza y el vigor necesarios para tirar hacia delante. En nuestra pasividad está nuestra debilidad. En tener el objetivo desenfocado están los principales errores que cometemos a lo largo de la vida. Mientras tanto, derrochamos energía como el agua al lavarnos los dientes y se va por desagües sin encontrar un camino adecuado. Cuesta descubrir a tiempo dónde se encuentra el objetivo, pero una vez descubierto el esfuerzo no es tan grande. Se trata de concentrar las fuerzas en lo que es realmente importante. Una vez hallado, la vida se ve con otros ojos y, aunque no se alcancen las metas deseadas, el esfuerzo no ha sido en balde. Se lo aseguro, incauto lector.