Al final de una tertulia nocturna con un buen amigo, éste concluía sus reflexiones con un hecho que le había sucedido días atrás. Enfrascado en unos escritos sobre unas meditaciones y proyectos de su actividad profesional, ¡zás!, se le acabó la tinta a su bolígrafo. Este hecho, que por cotidiano no tendría más importancia, le sirvió para descubrir un factor determinante en la vida. La tinta del bolígrafo está para ser utilizada, para que en un determinado momento se gaste. Extrapolando esta circunstancia al devenir de nuestra existencia, vendría a significar que la vida está ahí, para vivirla, para desgastarla, para saborearla, para gozarla. Es decir, que no vale guardar y guardar bolígrafos a medio utilizar. Que nuestros botes de lápices no sirven para nada si los colocamos llenos en nuestra mesa de trabajo. Si se agotan los depósitos de tinta significa que nos estamos dejando la piel en algo concreto.

En muchas ocasiones, desgraciadamente, pasamos por la vida a medio gas. Dejamos escapar las oportunidades que se nos brindan. Conocer a gente interesante, degustar acontecimientos en teoría simples e intrascendentes, apostar por utopías que están más al alcance de la mano que lo que parece en una primera impresión. Y es que al final de la vida nos examinarán del amor. Es decir, de la capacidad que hemos desarrollado para querer a los que tenemos al lado, y hasta incluso a los que parecen lejanos. Unas veces por excesiva prudencia, otras por prejuicios, muchas por egoísmo y vanidad, y una buena cantidad por orgullo, dejamos escurrir entre los dedos de la existencia la posibilidad de alcanzar metas cercanas que nos harían mucho más felices de lo que creemos ser. En la cotidianidad estriba a menudo lo esencial. Y lo cotidiano se reduce a no pasar por la vida como alma en pena, en ejercer de personas plenas, llenas de ilusión, de vida, de esperanza y de sinceros deseos de encuentro con el otro. Bien sean los más cercanos, los que tenemos frente a nosotros en el lugar de trabajo, o los que comparten mesa y mantel, vivienda pagada a plazos o lazos de sangre.

En esto de gastar la tinta me viene a la mente la imagen de muchas personas que son profesionales en su trabajo. Lo viven a tope, con una facilidad de movimientos que dejan a su alrededor un halo de envidia entre sus compañeros. Hombres y mujeres despiertos, competentes en medio de la jungla del mundo de los negocios. Manejan a su antojo las voluntades de sus clientes, siendo capaces de mostrar caras para todos los gustos. Vamos, triunfadores natos, que no hay dificultad o pared que se les ponga por delante que no sean capaces de sortear. Esta gente, sin embargo, cuando abandona la oficina, la fábrica o el despacho y se dirige a su casa comienza a sentir un molesto cosquilleo en el estómago. Esa tez brillante que han mostrado a lo largo de la jornada laboral comienza a ponerse pálida. Y se preguntarán ustedes a qué puede deberse esto. No tiene nada que ver con un virus que hayan estado incubando en su interior. Más bien con alguna circunstancia más trivial de lo que pueda parecer. Es un camino hacia uno mismo, hacia el encuentro  con la realidad de una familia, unos hijos, un marido o una esposa. En fin, a una realidad poco importante, porque lo que se queda entre las paredes del trabajo, donde aspiramos a triunfar y a destacar en la vida es lo que verdaderamente importa.

Pues bien. La tinta que se gasta en ellos es escasa, sobre todo porque la persona llega extenuada, agotada, seca… por haber echado el resto en las otras actividades. Y es entonces cuando aparecen las debilidades, la fragilidad de lo cotidiano ante lo supuestamente poco importante. Y hete ahí que aquel o aquella triunfadora, que ha aguantado el tipo hasta el final, se transforma en un ser anodino, incapaz de hablar de sí mismo. Se convierte en un ser vulnerable, irascible, repleto de dudas y de interrogantes sobre cómo actuar ante lo que tiene enfrente. Aunque este comportamiento  les pueda resultar extraño es más común de lo que pensamos. Nos adiestran para desenvolvernos con habilidad en esta jungla del asfalto, mientras que en el hábitat de lo cercano nos perdemos como si nos faltase el sentido de la orientación.

En resumidas cuentas, tendríamos que entrenarnos más en el manejo de habilidades sociales del tú a tú, de uno mismo, en las artes de la comunicación interpersonal que en las del mundo de la imagen y en las de dar la talla ante los otros. La talla sobre la que hay que medirse o compararse es la que nosotros mismos nos imponemos a diario. Porque, ¿de qué vale gastar la tinta en lo que no es esencial, mientras nos dejamos el bolígrafo a medio usar en lo realmente importante? La vida es para gastarla… y los demás están ahí para que los subrayemos.