Julia abandona cada mañana su casa poco antes de las siete. Deja preparado el desayuno en la mesa de la cocina y no vuelve hasta casi las dos de la tarde. Su espalda se resiente, pero se consuela porque se ha enterado que en otros países no han descubierto la utilidad de la fregona. Limpia oficinas, despachos, viviendas. Al mediodía resuelve la papeleta con unos espaghettis, que son rápidos y llenan bastante. Por la tarde cuida a los hijos de otra, por cuatro pesetas, a la que además se le llena la boca con consejos sobre cómo debe encontrar su camino para “realizarse” como mujer y como persona. ¡Faltaría más!

Cuando Julia regresa a su piso de alquiler aún le queda bañar al más pequeño, pelearse con los medianos que quieren comprarse unos bambos de marca porque sus compañeros los lucen en el colegio, y tender la colada. Le prepara la cena al mayor, que llega rendido por el trabajo en un híper y lo anima a seguir, aunque sea por las cuatro pesetas que le pagan y con el miedo a la renovación del contrato. Algo similar les sucede a las hijas de sus amigas, que son candidatas a sufrir las varices por las horas de pie tras la barra de un bar de copas o de una pizzería. Mientras plancha, repasa el día. Uno menos. “Tengo que escribir al ‘Entre todos’, porque mi suerte tiene que cambiar”, se dice a sí misma entre camisa y camisa. “Mañana será otro día”, piensa.

Los días de Julia son semejantes a los de otras miles de Julias que miran de cara a la vida, pese a las adversidades. Unas se dejan la piel en la cadena de la conservera de turno o en la máquina de coser. Otras, las menos, gozan de mejor suerte en la oficina. Algunas tienen que vender oro, productos de limpieza y otros objetos entre sus vecinas y amigas. Muchas aún no han roto con el cordón umbilical de sus madres, que son las que les cuidan a los críos entre las horas muertas del colegio  y la vuelta a casa. Y menos mal, porque si no, no llegarían a final de mes. No arrojan la toalla, y se han apuntado a la educación de adultos y han descubierto en la madurez las emociones que produce leer poesía o alguna novela -por cierto ningún escritor las tiene en cuenta en sus argumentos-, asistir a un concierto, hacer sus pinitos con las acuarelas y visitar algún museo. Estos hallazgos les permiten encontrarse con una imagen distinta de mujer, repleta de autoestima y que le invitan incluso a cuidar más su aspecto físico. Sus semblantes se llenan de luz.

Son nuestras madres y abuelas. Verdaderas mujeres que llevan adelante los destinos de miles de críos. Las que asumen de verdad su maternidad. Agentes de socialización, que dirían los sociólogos. Las que asisten a las reuniones de la asociación de padres de alumnos -mejor dicho, de madres- o a la catequesis de sus hijos. Consumidoras de antidepresivos y de sedantes, porque aquí no hay quien pegue ojo viendo los golpes que les da la vida. Mientras tanto, ellos, los varones, siguen practicando la dejación de deberes en la barra del bar, especializados en las prácticas de contratación de futbolistas, filosofando sobre este o aquel asunto y esbozando una sonrisa de desprecio cuando en la tele dicen que se acerca el día de la mujer trabajadora. “¡Sabrán ellas los que es trabajar!”, salta más de uno. Lo saben. Como que el futuro está en sus manos.