Comienza en la Región de Murcia una nueva etapa política, ya que hace menos de una semana que se ha producido un cambio en la Presidencia del Consejo de Gobierno. Tras casi 19 años al frente, Ramón Luis Valcárcel formalizó su abandono como presidente de la Comunidad para incorporarse a la lista del Partido Popular para las elecciones al Parlamento Europeo del próximo 25 de mayo. Aunque ya lo intentó hace cinco años, diversas circunstancias impidieron entonces que se produjera esta marcha. Las últimas semanas han estado, pues, plagadas de análisis sobre los supuestos ‘logros’ que obran en la actividad de uno de los barones regionales más longevos en cuanto a la gestión de los asuntos políticos de nuestras autonomías. La verdad es que el panorama no puede ser más desalentador. Me quedo con algunos análisis que hemos leído estos días y otros que ya se publicaron hace meses, como el de Patricio Hernández, miembro del Foro Ciudadano, una de las pocas voces críticas de la sociedad civil murciana de las últimas décadas.

Una realidad que tiene, sin ir más lejos, la imagen de un aeropuerto sin aviones, una desaladora que no funciona como tal a precio de oro, una economía intervenida y con una deuda de más de 6.000 millones de euros, una política medioambiental bloqueada por Bruselas, una brecha social de primera magnitud y unos niveles de pobreza y de bajo nivel cultural elocuentes. Pero aún siendo todo ello grave y unas pocas muestras del fracaso como Región, como gestión política y, sobre todo, como gestión desde el gobierno para el beneficio de unos pocos, lo más grave, si cabe, es que todo esto no se hubiera podido ejecutar sin la complicidad de una gran parte de la sociedad a la que se deben nuestros responsables públicos. Y este es el eje que me lleva ocupado en los últimos meses para intentar encontrar una explicación a todo este desaguisado.

Complicidad que permite vivir en un sistema corrupto y caciquil desde hace varios lustros, amparado por los diferentes estamentos -si se me permite la expresión- que van desde la propia mayoría absoluta que el PP ha ido consolidando e incrementando convocatoria electoral tras convocatoria, pasando por aquellas instituciones o colectivos que podían haber hecho otra cosa. Algunas voces hablan de que este sistema caciquil nunca ha desaparecido en estas tierras desde el siglo XIX hasta la fecha. Y por supuesto, y aquí está el meollo de lo que trato de explicar, de la complicidad personal, individual, al nivel que cada uno de nosotros y de nosotras tenemos. Es verdad que no podemos caer en una acusación generalizada, porque todos no tenemos la misma responsabilidad, ni potestad, ni capacidad para influir en unas u otras decisiones. Pero no podemos negar que si hemos llegado a donde estamos es porque en algún momento se ha mirado a otro lado.

Empecemos por la política institucional. Los poderes legislativo y judicial no han ejercido de contrapeso o de control del ejecutivo. Especialmente el que debía llevarse a cabo en la Asamblea Regional. La mayoría absoluta del Partido Popular ha impedido auditar la gestión del Gobierno. Cualquier intento de control quedaba finiquitado de inmediato. El hecho de que nuestro parlamento regional sea el menos transparente de España es un buen ejemplo de lo que estamos diciendo. En este plano de la política institucional sitúo, lógicamente, a nuestro sistema de partidos. El PP de la Región de Murcia ha sido y es un partido presidencialista, sin democracia interna, sin apenas debate y sólo al dictado de su máximo dirigente, a la sazón, presidente de la Comunidad Autónoma. La figura del número 2, su secretario general, Miguel Ángel Cámara, apenas ha contado en este tiempo. Enfrentado desde al menos el año 1991 a Valcárcel, una vez que éste toma las riendas del partido a comienzos de esa década se establece un acuerdo tácito: algo así como ‘tú a la Glorieta y yo a San Esteban’. Y así ha sido hasta la fecha. Un PP que consiguió sumergirse en todos los sectores de la sociedad civil, especialmente en los ambientes más populares que hasta entonces siempre parecían relegados a la gente de izquierdas y progresista (asociaciones de vecinos, AMPAS, de la Tercera Edad, culturales, etc.).

Frente a ese partido hegemónico, un Partido Socialista de la Región de Murcia (PSRM-PSOE) -del que formo parte, no lo oculto- que entregó el Gobierno de la Región en el año 1995 por sus disputas internas y por estar más empeñado en consolidar sus cuotas de poder orgánico que en estar cercano a los ciudadanos. Esa es la gran tragedia -y por ende, la parte de complicidad con esta situación- que ha vivido el principal partido de la izquierda murciana hasta prácticamente nuestros días. Es verdad que ha habido intentos de cambiar el rumbo. Que se han impulsado loables intentos de dar un giro a esta inercia autodestructiva, pero los esfuerzos han resultado baldíos, al menos hasta el momento. Unas veces porque el discurso no se correspondía con la realidad. ¿Cómo se puede denunciar el modelo de desarrollo del ‘boom inmobiliario’, por una parte, mientras que en algunos de los ayuntamientos donde se gobernaba se impulsaban los convenios urbanísticos para crecer sin control? ¿Y atacar la corrupción, cuando ésta también afectaba a antiguos dirigentes socialistas? En definitiva, frente a un PP prepotente y caciquil, los ciudadanos no han visto al PSRM como una alternativa fiable, porque ese ha sido el gran problema: la falta de credibilidad. Y lo que es más grave: aún queda camino por recorrer para cambiar una cultura política marcada por las cuotas de poder interno y, desgraciadamente, por la toma de decisiones en una mesa de camilla en la que siguen sentándose muchos de los mismo protagonistas de aquella debacle del 95 (y sucesivas) con el único objetivo de optar a alguna de las migajas de los cargos públicos que se repartan. La historia vivida no ha servido, de momento, para aprender de los errores. O al menos para despejarlos completamente.

Complicidad

Imagen que circuló hace unos días en las redes sociales cuando se materializó la dimisión del presidente Valcárcel.

La complicidad de la que hablamos ha sido muy patente en otras esferas de la sociedad civil. Una gran parte del tejido asociativo se ha visto implicado en formar parte de la red clientelar a través de la política de subvenciones promovida por las diferentes administraciones públicas. Una red que, por poner un ejemplo, permitía nombrar madrina de una federación de discapacitados a la esposa del presidente Valcárcel. Los ejemplos son innumerables. Como el hecho de que mientras se ejecutaba la regresiva política de recortes o parálisis de la Ley de Dependencia, se incorporaba a las listas del PP a destacados representantes de ese mundo asociativo para ‘vender’ la imagen de que se apostaba por ellos.

Las voces críticas con la situación que se ha vivido durante casi dos décadas en la Región de Murcia procedentes del mundo universitario han sido acalladas, cuando no estigmatizadas, porque no coincidían con el discurso oficial. Un buen ejemplo son los análisis e investigaciones desarrollados por expertos en Ecología o en diversos ámbitos del análisis económico. Un caso muy reciente de lo que hablo tiene que ver con el hecho de dejar de lado los trabajos desarrollados en torno a la regeneración de la Bahía de Portmán, con una licitación de obras basada en criterios puramente economicistas que demuestran el escaso interés en abordar en serio este proyecto, frente a la opción del puerto de contenedores en El Gorguel. En ocasiones hasta las propias instituciones universitarias se han visto desbordadas por la creación de campus de difícil justificación, sólo porque los intereses partidistas así lo establecían. Quizá en los últimos años las universidades públicas han estado más preocupadas en sobrevivir y reajustar, debido a los recortes promovidos desde el Gobierno regional, que a generar o fomentar el debate público y la reflexión de hacia dónde vamos. Mientas tanto ha brotado una universidad privada, la UCAM, con apoyos innegables desde el poder político y económico, refugio de muchos alumnos que no han podido acceder a las universidades públicas y de un profesorado que trata de sobrevivir en medio de esta jungla en la que se ha convertido el mercado de trabajo. Pero aquí la irresponsabilidad del control político a la hora de planificar la política educativa universitaria es inmensa. ¿Cómo se ha podido permitir la proliferación de determinados estudios para un mercado que era y es incapaz de asumir a los nuevos titulados?

De esa complicidad tampoco han estado ausentes los medios de comunicación. En su inmensa mayoría han formado parte del entramado social y político que ha mantenido en el poder al partido gobernante en la Comunidad y en la inmensa mayoría de los ayuntamientos. Salvo honrosas excepciones, ha seguido a pies juntillas los argumentarios y manipulaciones impulsadas desde el Gobierno, como las campañas del ‘Agua para todos’ o los supuestos agravios del Gobierno de España con la Región, siempre y cuando gobierne el PSOE, lógicamente. La prensa regional pocas veces ha ejercido de contrapeso, con la función social que, en teoría, tenía atribuida como cuarto poder. Las empresas que sustentan a los medios han preferido participar de la parte de la tarta de la publicidad institucional -o del reparto de licencias de radio y televisión, en su momento- que poner cordura y objetividad ante lo que ha venido sucediendo. Algunos de sus trabajadores han sufrido en su carnes lo que supone ejercer el periodismo de verdad. Al final han optado por la autocensura. Y los profesionales de los medios públicos, de nuevo salvo muy pocas excepciones, han servido a quienes creían que les pagaban: los políticos en el poder, cuando en realidad quienes lo han hecho y lo hacen son los ciudadanos a los que deben servir.

Algo parecido a lo que en buena parte ha ocurrido en las Administraciones Públicas. El clientelismo también se ha ejercido, lamentablemente, entre una parte de los empleados públicos. Sin la complicidad de algunos funcionarios, más preocupados en su carrera profesional al pairo de los cargos públicos colocados en esos puestos no con criterios de profesionales como gestores públicos, no se hubieran amparado gastos superfluos e intentos de los desaguisados urbanísticos o medioambientales que se han impulsado desde las esferas de poder económico de la Región. No quiero negar, sin embargo, que ha habido y hay empleados públicos que han ejercido su trabajo con la profesionalidad que se le exigía, y han sufrido por ello. He conocido personalmente a algunos de ellos y en estos momentos me siento muy orgulloso de formar parte de un colectivo que tiene en su punto de mira a la ciudadanía como sujeto de su trabajo. Pero en ámbitos como la sanidad o la educación, o en otros de los servicios públicos, mucha gente ha contribuido con su mal hacer a la situación en la que nos encontramos. Su gestión ha respondido más a criterios individualistas y de connivencia con el poder político que al interés general.

Reconozco que faltan más esferas de la sociedad civil que han sido cómplices, juez y parte, para llegar a donde lo hemos hecho. Incluyo a las instituciones eclesiales, al mundo creyente, del que formo parte. Más interesado y preocupado a veces en mantener ciertos privilegios y no poder determinadas cuotas de poder temporal, cultural o de las conciencias, que en ejercer de voz de los sin voz, de estar más cerca de los que más sufren y de actuar -y no callar- desde la denuncia profética para cambiar las cosas. Este mundo ha participado de esa red clientelar al pairo de las subvenciones, muchas de ellas dedicadas más a la restauración del patrimonio que a la acción social. O el mundo sindical, en ocasiones impotente para acercarse a las nuevas realidades del mundo del trabajo, y más preocupado de no perder espacios de protagonismo con fórmulas y prácticas trasnochadas, con actuaciones personales que no distan mucho de las que se criticaban a los gobernantes. Como en todas las esferas hay excepciones, pero no por ello quiero dejar de lado poner negro sobre blanco estas realidades. Aún quedan recuerdos de la firma de acuerdos con  el Ejecutivo de Valcárcel que nunca se cumplían, algunos en vísperas de citas electorales.

En definitiva creo que lo podemos aprender de esta etapa oscura de nuestra realidad más cercana es un hecho que, por obvio, no es menos significativo: la conciencia personal, la autenticidad, es la clave que puede hacer cambiar el mundo. Nuestros pequeños mundos de lo cotidiano hasta el gran escenario de las decisiones globales. Quien no declara el IVA, habla con el móvil mientras está conduciendo, no cumple su horario de trabajo, se salta una lista de espera, no mantiene su palabra o es incapaz de reconocer un error y pedir perdón, es tan cómplice como el que ordena una matanza, toma una decisión injusta que afecta a millones de personas o se enriquece a costa de destruir la tierra. Quedan abiertos nuevos frentes para el análisis, menos afectados por la urgencia de los acontecimientos. El problema es que hablamos de hipotecas de difícil cumplimiento.