Una de las lecturas juveniles que más me impactó no fue un libro de literatura. Tampoco de ciencia-ficción. Fue un libro que repasaba, desde la teología, a los principales filósofos y pensadores sociales del XIX y de las primeras décadas del siglo pasado. El autor, Hans Küng, se preguntaba en el título del voluminoso texto sobre si “¿Existe Dios?”, cuestión que más o menos cualquier mortal se ha preguntado en algún momento de la existencia. El teólogo desmenuzaba el pensamiento de Hegel, Nietzsche, Feuerbach, Marx y Freud, entre otros, acerca de lo que cada uno de ellos había reflejado en sus teorías sobre el devenir del Ser Supremo. Y lo hacía de una forma tan amena que creo que es la única vez en la que pude desgranar parte del cuerpo doctrinal de estos autores.

La escena que recuerdo con especial cuidado es aquella en la que describe las últimas jornadas de vida del padre de la psicología moderna. En el lecho del dolor, aquejado de un cáncer de paladar avanzado y cubierto con unas telas para ahuyentar a las moscas, se acercó a la eterna pregunta del ser humano sobre la existencia del Todopoderoso. Y Küng interpretaba, si mal no recuerdo, que en el médico austríaco se produjo una especie de conversión hacia la creencia en ese Dios que la filosofía de finales del XIX y de la modernidad en general no entreveía en este mundanal recoveco del sistema planetario. Como dirían algunos, “yo no estaba allí con el candilico”, pero esa imagen reconstruida en la imaginación de una romántica mente podía dar lugar a interpretar -como de hecho la dio en mí- que en una situación tan dramática como aquella se produjese un acercamiento a la trascendencia.

Parece ser que los mortales necesitamos vivir situaciones límite para reconciliarnos con los otros, despertar de nuestro particular sueño dogmático o darnos cuenta, sin más, de todo aquello que en vida hemos sido incapaz de abordar. Estas circunstancias se producen en especial cuando nos asalta una enfermedad, una tragedia no anunciada o comenzamos a verle la cara a esa señora que llega para el tránsito hacia otra dimensión. Es entonces el momento en el que nos miramos -o nos miran- sobre todo aquello que está en el apartado del “debe”, porque nunca acababa de saltar hacia la columna del “haber”. Esta última casi siempre suele estar más vacía de lo que sería conveniente.

También caemos entonces en la cuenta de que no estamos preparados para vivir circunstancias que nos acompañan desde que uno es uno. En especial, la enfermedad, máxime si está ligada a la posibilidad de la muerte. Entonces surgen las madres mías, qué habré hecho yo para merecer esto, o también aquello de con la de gente que hay en el mundo mira que me ha tenido que tocar a mí,  y cosas por el estilo. Desde luego que no tenemos remedio. El dolor campa junto a nosotros y luchamos denodadamente contra él. La enfermedad acecha en cada esquina de la vida y no la prevenimos. La muerte llama a la puerta y nadie quiere ir a abrirla. Tropezamos una y mil veces con la misma piedra… y seguimos tan panchos. ¿Por qué no resolvemos en vida y de forma natural los asuntos de andar por casa y no los desempolvamos cuando lleguen las adversidades?  A lo mejor aprendemos algún día.