Dieciséis años después, que ya son años, he vuelto como alumno a las aulas de una Universidad. Se trataba de esa asignatura pendiente que tenemos algunos de los que pisamos un día una facultad. El escenario es similar al que encontraba un chico de provincias en  aquellas frías clases de comienzos de los 80. Miguel Ríos cantaba entonces para el PSOE el Himno de la Alegría en el Paraninfo de la Ciudad Universitaria, rodeado de ilusiones y esperanzas de un cambio que dicen que llegó, pero que se esfumó por la puerta de atrás. Hoy el cantante granadino sigue erre con erre pero con más canas, igual sonrisa profidén y algo entrado en años.

Aquel otoño madrileño era lluvioso. El viaducto de la calle de Bailén quedaba atrás para un estudiante que aterrizaba en la capital del Reino con ganas de comerse el mundo. La Universidad que recibía a los que llegábamos de fuera no nos quería. Eran los primeros intentos de los números clausus, pero nosotros, “continico continico”, nos devanábamos el seso para acceder al interior de los muros universitarios. Aún quedaban restos en las paredes de los edificios universitarios de todas las movilizaciones de los años 70, y las cantinas seguían siendo las aulas más visitadas por los estudiantes. Había inquietud por el saber, crítica a veces demoledora y afán por sacarle jugo a los dineros que nuestros padres nos entregan a comienzos de mes para vivir en una ciudad que ofrecía innumerables posibilidades para el cine, el teatro, las música o la lectura.

Como estudiante austero fui cliente habitual de los cinestudios, donde pasaban como reestrenos las películas de Kubrick, Fellini y Visconti. El precio de la entrada no daba para más. Ni siquiera podíamos ser clientes de la movida madrileña, porque las salas de conciertos nos sableaban en las copas. Veíamos a Almodóvar y a Los Pegamoides de lejos, contentándonos con saber que existían. Íbamos a las “manifas” anti-OTAN, como las llamaban los chelis, de las que fueron gloriosas las organizadas con motivo de la visita de Reagan a Madrid. Como estudiantes de Periodismo no perdíamos la oportunidad de asistir a charlas o programas en directo de las estrellas del momento, como Umbral, Manuel Campo Vidal o Manolo Ferreras. Incluso invitábamos a conciertos de andar por casa a un tal Gran Wyomin que entonces se dedicaba a subir a escenarios para dar la nota. Por cierto, una nota muy bien dada.

El mejor recuerdo que guardo de aquellos años, paradojas de la vida, fue el de un entierro. Un carruaje funerario recorrió un mes de febrero el trayecto entre la Plaza de la Villa, en plena calle Mayor, a otra plaza, en este caso la de Cibeles. Cochero de luto riguroso y caballos negros portaban los restos de quizá el alcalde más querido de la capital: Enrique Tierno Galván. Aún conservo en la retina esas lágrimas en los ojos de currantes ataviados con monos de trabajo, portando banderas de aquél pequeño partido que fue el PSP, al paso de la comitiva fúnebre. Con esa muerte se fue algo más que una persona, contradictoria, como todas. Se desvaneció el sueño adolescente de la humanidad en la política.

Hoy la Universidad es distinta. Ni mejor ni peor. Han cambiado los escenarios y las expectativas son distintas. Pero distintos son también los contextos que nos tocan vivir. Hasta las cantinas han cambiado. Tienen máquinas de videojuegos y las paredes ofertan fiestas y excusiones a la nieve por doquier. Profesores y alumnos desmotivados los ha habido siempre. El saber sigue ahí. No tiene edad.

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Artículo publicado el 29 de enero de 1999 en La Opinión de Murcia