032D5VIZ001_1Cuando uno llega a aceptar que una oración, tres palabras, un sentimiento de agravio… el Agua para todos, es capaz de resumir dos décadas de dominio hegemónico del Partido Popular en la Región de Murcia, entiende lo que sucedió el pasado 17 de marzo en el Ayuntamiento de Murcia.

Una convocatoria del Cabildo Superior de Cofradías, respaldada por el PP, en protesta por una moción presentada por el grupo Cambiemos, congregó a más de un millar de personas por el «derecho a nuestra libertad religiosa, tradiciones y cultura», según rezaba la pancarta esgrimida en la Glorieta.

Pero sobre todo lo que unió a quienes gritaron e insultaron a los concejales de la izquierda del Consistorio fue la presunta agresión contra la Semana Santa murciana. La excusa fue una iniciativa que en principio sólo afectaba a los concejales y concejalas del Ayuntamiento de la capital: que Murcia se sumara a la Red de Municipios por un estado laico. Pero cuando afloran las vísceras, de nada vale la razón. Y en nuestro país, y especialmente en nuestra Región de Murcia, sobran los ejemplos.

La oportunidad de abrir un debate en vísperas del Viernes de Dolores sobre la no confesionalidad del Estado, que recoge el artículo 16.3 de la Constitución, en su aplicación concreta en determinadas actividades relacionadas con la gestión de los asuntos públicos, no parecía la más adecuada. Máxime cuando se presentó la iniciativa sin consultar si quiera con el resto de grupos políticos que tenían que suscribirla o no. Llevar adelante esta propuesta respondía más al deseo de querer retratar a algunos partidos políticos a los que disputa su espacio este movimiento político. Un deseo legítimo, como también el promover un debate sobre la laicidad que, desgraciadamente, en nuestro país casi siempre se queda limitado a los planteamientos fundamentalistas a uno y otro lado.

fa846e_074a143991f44cbe8bcec17bd5ad3c33En el ámbito de la izquierda española, sobre todo en décadas pasadas (aunque, lamentablemente, aún perdura entre mucha gente), se ha entendido la religión como “asunto privado”. En efecto, la adopción de una interpretación de la vida y/o de una determinada orientación ética corresponde a la persona, a nadie más, en el ejercicio del derecho fundamental a su libertad de conciencia y religiosa.

Pero no podemos obviar, sin embargo, que lo religioso es también asunto público, y por tanto, político. Es tema de Estado, porque a éste corresponde garantizar el ejercicio del derecho de libertad de conciencia y religiosa, de acuerdo con la Constitución y las leyes. Pero su significación política no se agota ahí.

Lo religioso es un hecho social que configura nuestras sociedades. Incide en la socialización y producción de los valores y desempeña un significativo papel en la construcción de identidades sociales y hegemonías culturales. Es una variable que incide de forma diversa en el comportamiento cívico y político de los ciudadanos y en la articulación de las mayorías sociales. Es cauce de organización y expresión de la sociedad civil y actor de la deliberación pública de las sociedades democráticas. Así lo hemos planteado, por ejemplo, desde el Grupo Federal de Cristianos Socialistas, en las aportaciones que hemos hecho ante los últimos congresos del PSOE, la Conferencia política o en las aportaciones para los últimos programas electorales.

Con todo, el rasgo cualitativo más destacado es la secularización de la sociedad. Asistimos a un continuado descenso de la práctica religiosa y los ritos sacramentales en las generaciones adultas y, de forma mayoritaria, en los jóvenes. Los matrimonios civiles superan a los religiosos. También se ha producido una transformación de la religiosidad, más autocentrada y a la carta. Se ha producido un notable incremento de la diversidad con musulmanes, evangélicos, ortodoxos, budistas, etc. Persiste el arraigo cultural de la religiosidad popular y un relevante tejido asociativo.

Estas transformaciones sociales presentan nuevas encrucijadas a nuestras democracias. Frente a quienes responden con menos democracia o menos derechos, muchos hemos creído que la mejor alternativa es más y mejor ciudadanía, más y mejor democracia, más y mejor laicidad. Una ciudadanía con igualdad de derechos, sin lugar para la discriminación por razón de convicción; una democracia inclusiva de la diversidad de identidades, generadora de valores compartidos y cohesión social; una laicidad incluyente, como garantía de convivencia en igualdad y en libertad.

mariana-effel-800-600-aLa democracia y la religión no son incompatibles. La democracia proporciona el mejor marco a la libertad de conciencia, al ejercicio de la fe y el pluralismo de las religiones, evitando así derivas fundamentalistas; por su parte, la religión es un complemento valioso de la sociedad democrática por su contribución a la producción moral, a la solidaridad social y a la expresión cultural. Así lo entendemos quienes participamos en un compromiso público que tiene su origen en nuestra formación como cristianos más o menos adultos. Desde ámbitos de los movimientos apostólicos de la Acción Católica o de otro tipo de asociaciones de fieles o vinculados a parroquias o congregaciones religiosas, donde hemos educado nuestra fe en comunión con otras personas.

El pluralismo ético y religioso plantea retos a los que una política de largo alcance debe ofrecer respuestas. La política no puede desentenderse sobre las condiciones culturales que vigorizan el sistema democrático. No hay democracia fuerte sin ciudadanía activa. La democracia precisa de ciudadanas y ciudadanos que quieran colaborar activamente en la construcción de la vida colectiva y el bien común. Frente al quietismo, al cortoplacismo y al privatismo, contando con la aportación de todos los actores sociales, también de personas y grupos religiosos, debemos activar la responsabilidad pública en la generación de un marco compartido de valores de ciudadanía. No nos podemos permitir la dejación del Estado en una tarea tan esencial como la socialización en los valores ciudadanos que fortalecen la democracia. La educación para la ciudadanía democrática es una apuesta crucial e irrenunciable.

Por tanto, en el ámbito del PSOE hemos entendido que la nueva realidad social exige un nuevo marco de interpretación política de la cuestión religiosa. El eje clericalismo-anticlericalismo o la cuestión Estado e Iglesia católica ha dejado paso al eje de la libertad de conciencia y religiosa como derecho de ciudadanía: convicciones diversas, ciudadanos iguales.

Es en este debate en el que muchos estamos embarcados. Un debate sereno, sin cortedad de miras. Sin prejuicios. Sin posiciones inamovibles. Con afecto. Con respeto y, sobre todo, con una mirada abierta por encima de tradiciones pasadas, de historias de sobresaltos y de posiciones dogmáticas en las que la siglas juegan un papel determinante.