Francisco lo ha vuelto a bordar. Mientras Trump se prepara para entrar como un elefante en la cacharrería de la Casa Blanca y Europa camina hacia el Brexit y el éxito de los populismos, el papa que vino del sur pone su atención en los más vulnerables entre los vulnerables: los menores migrantes y refugiados. Esos que conmueven y sacuden nuestras conciencias burguesas adormecidas por el consumo cuando los vemos yacentes en una playa o en el interior de una ambulancia salpicados de sangre, polvo y desolación. Y lo ha hecho lanzando un mensaje subversivo que desestabiliza las caducas estructuras políticas, económicas y eclesiales, con la mirada puesta en la parte más débil del eslabón de esta cadena humana tan frágil: los menores y los ancianos, sujetos activos de la cultura del descarte.

En esta ocasión ha sido con motivo de la celebración de la jornada mundial del emigrante y del refugiado, en la que recuerda que “la emigración no es un fenómeno limitado a algunas zonas del planeta, sino que afecta a todos los continentes y está adquiriendo cada vez más la dimensión de una dramática cuestión mundial”. Además, pone el acento en que “son principalmente los niños quienes más sufren las graves consecuencias de la emigración, casi siempre causada por la violencia, la miseria y las condiciones ambientales, factores a los que hay que añadir la globalización en sus aspectos negativos. La carrera desenfrenada hacia un enriquecimiento rápido y fácil lleva consigo también el aumento de plagas monstruosas como el tráfico de niños, la explotación y el abuso de menores y, en general, la privación de los derechos propios de la niñez sancionados por la Convención Internacional sobre los Derechos de la Infancia”.

El liderazgo de Francisco es innegable. Un liderazgo que parte de la espiritualidad ignaciana en la que se ha forjado, “en todo amar y servir”, y que le ha permitido hacerse un hueco en la apretada agenda mediática de los últimos años. Un liderazgo que brota de manera natural en sus gestos, su pasos, sus mensajes a través de los lenguajes verbal y no verbal y, en especial, a la hora de despertarnos del sueño dogmático en el que a menudo caemos. Una somnolencia no restringida a los ámbitos religiosos o confesionales, sino en cualquiera de aquellos en los que se dirimen las grandes cuestiones políticas o culturales del planeta.

Mientras Europa miraba hacia otro lado, inició su pontificado en Lampedusa, esa isla que es testigo de un Mediterráneo convertido en un gran cementerio de la iniquidad humana. Marcó sus prioridades, seguro que fruto de un discernimiento con la invitación a que nuestras decisiones más importantes deben llevarnos a una vida plena. Una vida que es negada a diario en las innumerables realidades de muerte que salpican a las personas que tienen que abandonar sus hogares, su tierra, sus países… por intereses egoístas. Una muerte que amenaza con especial virulencia a los más vulnerables, los menores migrantes y refugiados. Por ello, esa mirada tierna e inocente de Francisco, pícara en ocasiones, es una invitación a no permanecer en silencio, a oler a oveja y a salir a la calle. Es la mirada del papa de la alegría del evangelio y del amor, de la ecología y el de la luz.