Y no puede serla, como afirma el papa Francisco, porque no es un acto, sino una condición, un estado personal y social en el que uno se acostumbra a vivir. En una conversación con el periodista Andrea Tornelli que dio lugar hace un año al muy recomendable libro El nombre de Dios es misericordia, Jorge María Bergoglio afirma que el corrupto está tan encerrado y saciado en la satisfacción de su autosuficiencia que no se deja cuestionar por nada ni por nadie. Ha construido una autoestima que se basa en actitudes fraudulentas: pasa la vida en mitad de los tajos del oportunismo, a expensas de su propia dignidad y de la de los demás. (…) El corrupto no conoce la humildad, no se considera necesitado de ayuda y lleva una doble vida.

El problema se agrava en la medida en que la corrupción va unida a ser justificada por todos los medios. como escribí hace unos años, la mentira nunca puede ser bien comunicada, y si encima afecta a casos de corrupción, se comete un doble atropello al atentar a la ética y al sentido común. A la razón de ser y a frustrar la confianza depositada en nuestros responsables políticos o de otras instituciones económicas, culturales, sociales o religiosas. Permítaseme en este momento recomendar el reciente trabajo del teólogo Bernardo Pérez Andreo que titula este artículo en parte, La corrupción no se perdona, al analizar de forma crítica la corrupción en la Iglesia, tras repasar este fenómeno en la Biblia, en el mundo de hoy como problema social y en España como un caso peculiar.

La corrupción contamina nuestra existencia. Le hace perder su sentido más profundo. Es el abuso de poder otorgado para obtener un beneficio privado, o para transgredir las normas establecidas, o para pudrir el fin que persiguen nuestras instituciones. La corrupción se extiende en todas las esferas de la vida. Es un pecado estructural, por tanto, que se puede perseguir desde las actitudes personales y las pequeñas decisiones del día a día, porque nadie está a salvo de él. Desde el momento en el que no se mira para otro lado, desde el instante en el que cada uno y cada una se enfrenta a la injusta tolerancia de quien se cree en poder de la verdad y la impunidad.

Un combate, por tanto, en el que andan embarcadas también instituciones como la Justicia (que no está exenta, desgraciadamente tampoco, de caer en sus garras) o entidades como Transparencia Internacional o los propios medios de comunicación, aunque muchos de sus profesionales sufran presiones y amenazas. Hablamos de una ofensiva en la que el fin nunca puede justificar los medios, en la que hay gradaciones distintas según el nivel de responsabilidad que se ocupe en nuestra sociedad, pero en la que nadie puede quedarse al margen. Por eso es tan importante no perder de vista el horizonte del objetivo a conseguir: la lógica de nuevas relaciones basadas en la entrega y el servicio al bien común, la misericordia (que no es más que ponerse en lugar del otro) y la justicia. La lógica del don y el amor, en su más amplio sentido. Ah, y por cierto, me aseguran que la persona corrupta sí puede ser perdonada cuando reconoce lo que ha hecho, restituye la robado o la confianza y asume su responsabilidad.