Anoten un nombre: Enrique Lluch Frechina. También un concepto que a lo mejor les suena: el Bien Común. Combínelos y encontrarán una visión de la economía que huye del economicismo, un punto de partida en el que la economía no preside todas las dimensiones de la vida. Al menos de una economía de guerra que obliga a comportamientos egoístas y por tanto corruptos, no éticos, mediante la que se minusvalora la cooperación. Esa que ofrece un sistema económico en el que se identifica tener más con estar mejor, que genera una insatisfacción continuada, con el que se excluye a quienes son menos productivos, provoca desigualdades difíciles de revertir y que convierte a la economía en una nueva religión.

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Ese economicismo que ha puesto a la economía por encima de todo, ¿puede considerarse humanista porque haya generado riqueza para una parte de la población mundial? Enrique Lluch y otros economistas críticos responden que puede orientarse hacia otra dirección, porque no se trata del dilema para elegir entre libertad o intervención como se contesta desde el campo del liberalismo dominante. La libertad no se negocia, pero no me negarán que en nuestras manos está poder potenciar de manera colectiva unos u otros comportamientos.

En este momento entra en juego el concepto del bien común frente al del bien total. Éste, a priori, parece el lógico, porque es el que se nos ha vendido siempre: tener más entre todos. En lugar de esto aparece la propuesta de buscar el bien común: que todos tengan al menos lo suficiente para vivir. Cambiamos el enfoque en el que creemos que una sociedad está mejor no si se tiene más entre todos, sino que no haya nadie que no tenga. Pasamos de la economía de guerra a la de la cooperación, porque ésta produce sobreabundancia y porque la ayuda mutua potencia las personas y tiene un mejor resultado económico.

Aunque parezca un planteamiento utópico tenemos innumerables ejemplos en la vida diaria para desmontar las críticas. Cuando quedamos a comer con amigos y cada uno aporta algo siempre sobra, ¿verdad? Pues algo parecido sucede con esta visión. Se trata de pasar de la economía egoísta, basada en la desconfianza en el otro ya que solo doy si me dan y en la misma medida que he recibido, a una economía altruista, en la que doy sin esperar, una dinámica que genera una respuesta positiva en la mayoría de la personas.

Llegados a este punto a lo mejor entendemos que la economía no es lo más importante, sin negar que casi todas las cuestiones cotidianas tienen un componente económico. Por ello una gestión económica adecuada debe estar al servicio de los objetivos de la institución que se trate, ya sea la familia, el sector público, la función social de las empresas… En definitiva, estos cambios de los que hablamos en los objetivos y en las prioridades pueden llevarnos hacia una economía más humana, en la que nadie quede fuera, priorice a los últimos, busque la colaboración, metiendo la dinámica altruista y de la gratuidad en la economía y que, por tanto, sitúe a ésta al servicio de la sociedad.

Si todo se mezcla con un cambio de mentalidad y de las estructuras que tenemos, lo que ahora ocurre a pequeña escala podrá ser la opción mayoritaria, elevando –como dice Lluch- lo excepcional y lo valiente a la categoría de lo habitual y lo fácil. Pasar a ser minorías con vocación de mayoría.