Te propongo un ejercicio muy sencillo. Cuando estés en tu lugar de trabajo deja lo que estés haciendo. Aparta la mirada de la pantalla del ordenador, pon el móvil en silencio (el de verdad, no en vibración), cierra la puerta de tu despacho, aula o habitación en la que estés; aparca tu vehículo, descuelga el teléfono de la mesa… Detén la actividad e intenta que tus pensamientos no te distraigan. Si tienes que cerrar los ojos, hazlo. Respira profundamente y no te pelees con las imágenes que pasen a través de tu mente. Estás en tu minuto sabático. Es tuyo. De nadie más. Al cabo de un breve tiempo, vuelve poco a poco a la acción. Regresa a tus cometidos.

Como afirma Pablo D’Ors, meditar no es difícil, lo difícil es querer meditar. Haz puesto en práctica un primer intento. Si a lo largo de la jornada vuelves a repetir esa acción, la del minuto sabático, te aseguro que la sorpresa que te vas a llevar es mayúscula. Algo tan simple como no mirar de forma compulsiva el teléfono por si ha llegado un mensaje por Whatsapp que se nos puede escapar permite algo tan simple, y a la vez tan revolucionario, como ser conscientes de lo que tenemos alrededor.

Ahora, otro ejercicio que aconsejan psicólogos y entrenadores personales. Dedica un rato a apuntar las actividades que haces a lo largo de un día, en períodos de diez o quince minutos. Toma nota durante varias jornadas. Nueva sorpresa mayúscula. Si agrupamos el tiempo dedicado a cada actividad diariamente o a la semana comprobaremos que la percepción que tenemos sobre en qué empleamos nuestro tiempo no se corresponde con la realidad. Algo similar a lo que le ocurre a los alumnos de los cursos on line, que alucinan cuando la plataforma de tele formación les dice el tiempo real que han dedicado a desarrollar las actividades frente a lo que ellos creían.

Si además nos preguntamos por qué hacemos las cosas, pero con sinceridad de la buena, volvemos a caer en el desconcierto al hallar la respuesta: normalmente actuamos atendiendo a demandas externas, a lo que se supone que debemos hacer, a responder a lo que el/los otro/s espera/n. Por tanto, habitualmente no funcionamos desde nuestros deseos profundos y nuestros actos indican que no son el resultado de decisiones libres y meditadas.

Porque saber las razones que nos llevan a hacer lo que hacemos nos da más claridad a la hora de distinguir entre lo urgente y lo importante. Y entre lo importante se encuentran esos momentos de los que hablaba al principio: los de ganar espacios para la contemplación, que no son otra cosa que momentos nuestros, auténticos, en los que dejamos de lado los prejuicios que nos esclavizan. Entre estos, el de ser consciente del engaño en el que caemos al pensar que nos gustan los problemas porque nos dan la impresión de que gracias a ellos podremos ser. Sin embargo, descubriremos que el verdadero problema son nuestros falsos problemas. Respiraremos entonces de verdad, con la satisfacción de un deber cumplido: el de ser protagonistas de nuestra vida. O al menos ser alumnos aventajados en este camino que es para toda la existencia.