Han estallado. No han podido más. Jornaleros de Perichán, en Mazarrón, o empleados en El Raal, en el municipio de Murcia, han dicho estos últimos días que ya está bien. Que su dignidad está por los suelos por los bajos salarios, la inquietud de no saber cuándo dejarán de ser llamados para trabajar, y las condiciones en las que desarrollan su actividad. Y lo han hecho jugándose el tipo de verdad, con el riesgo de perder lo poco que tienen. Estos también son murcianos a los que tendrán que defender nuestro inexperto y designado presidente digital para que no sean menos que otros españoles. Sin embargo, su voz y su grito de justicia queda callada porque no cuentan.

Jóvenes precarios, parados de larga duración, mujeres con doble y triple jornada, sin reconocimiento de derechos sociales y laborales, trabajadores autónomos ocultos en una situación de semiesclavitud, empleados en la hostelería con falsos contratos de media jornada, con sobres en negro… son algunas de las puntas de un iceberg de la economía irregular. Y todo ello en medio de una sociedad que pretende ser adormecida.

El trabajo es una necesidad de la persona, y en la negación de este hecho está la raíz del empobrecimiento y la deshumanización

Exigir un trabajo digno para una sociedad decente es un asunto vital y central para el mundo obrero y del trabajo y para el conjunto de la sociedad. Como conseguir una vida digna para todas las personas frente al empobrecimiento y la deshumanización de la que son víctimas tanta gente y tantas familias, y ayudar a hacerlo posible. Porque el trabajo es una necesidad de la persona, y en la negación de este hecho está la raíz del empobrecimiento y la deshumanización: el elevado desempleo, la extrema precarización y el deterioro de las condiciones del empleo, la falta de reconocimiento y valoración social de los trabajos que no son empleos…, son el resultado de la degradación del trabajo que supone haberlo reducido a un mero apéndice de una economía que solo busca la mayor rentabilidad y que descarta todo lo demás, incluidas las personas.

Aunque esto suene muy extraño, que el trabajo sea una necesidad de la persona quiere decir que el amor –la alteridad, la donación, el ofrecimiento a los demás del fruto de nuestra innata capacidad de hacer– es la única clave desde la que podemos avanzar hacia el trabajo digno. Lo que necesitamos es hacer posible trabajar por amor. El trabajo es una dimensión de la naturaleza humana, nace con el ser humano y pertenece a la propia condición humana. Por ser actividad humana, el trabajo tiene como finalidad fundamental la donación a los otros, trabajar es hacerlo por alguien. En esto consiste la dignidad y la grandeza del trabajo: es realizado por una persona para otra u otras personas. Con el trabajo las personas respondemos a lo que somos y a las necesidades sociales, hacemos algo útil para los demás, podemos desarrollar nuestras capacidades. Por eso necesitamos trabajar.

Por ello, no debe resultar extraño entender que el trabajo está vinculado a la justicia debida a todo ser humano. Para ello el trabajo debe permitir el acceso a los bienes necesarios para la vida, debe realizarse en condiciones justas y dignas, debe orientarse a relaciones de cooperación y comunión entre las personas. Solo así nos ayudará a crecer en humanidad. Y esto implica que la persona no sea forzada, como ocurre hoy, a subordinarse a la economía, sino que la economía debe estar subordinada a las necesidades de las personas, al servicio del trabajo digno.