Relata Plutarco en el Tomo V de sus Vidas paralelas acerca de Tigranes II el Grande, emperador de Armenia, lo siguiente: “Tigranes,  al  primero  que  le  anunció  la  venida  de Lúculo, en lugar de mostrársele contento, le cortó la cabeza, con lo que ninguno otro volvió a hablarle palabra,  sino  que permaneció  en  la  mayor  ignorancia,  quemándose  ya  en  el fuego  enemigo,  y  no  escuchando  sino  el  lenguaje  de  la  lisonja, que le decía que aún se mostraría Lúculo insigne general  si  aguardaba  en  Éfeso  a  Tigranes  y  no  daba  a  huir inmediatamente del Asia, al ver tantos millares de hombres”.

De esta edificante escena arranca la expresión de “matar al mensajero” referida al acto de culpar a una persona que trae malas noticias en vez del autor de las mismas. Hablamos de cuando los mensajes eran portados por un emisario humano. En la literatura esta respuesta quedó recogida en obras de Shakespeare y hasta Freud se permitió sobre ella elucubrar a su antojo, pero cuando de verdad se invoca es al referirla a los medios de comunicación. Más en concreto a los periodistas que cada día tratan de ejercer de emisarios humanos de hechos, acontecimientos, sucesos, noticias, ecos, eventos y un sinfín de casos o acaecimientos de circunstancias variopintas.

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Es la respuesta que ofrece alguna de las partes en cuestión en un debate, una discusión, un juego, unos intereses, unas intenciones… En vez de mirarse la cara, asumir su responsabilidad, medir las consecuencias de los actos o quitarse el velo de la ceguera ideológica, política o económica, dirigen la mirada a quizá el eslabón más débil de la cadena: al periodista. Lo curioso del caso es que este lado del ataque no está limitado a una cara de la moneda, a quien está en una posición política o ideológica determinada. Podemos encontrar a un extremo y otro del espectro partidario, económico, empresarial o sindical. Tiene más que ver con el verdadero sentido de quien cree en la libertad y en la responsabilidad que en las siglas que represente. Especialmente si uno asume que es dueño de sus actos (o silencios) y esclavo de sus hechos (o palabras).

Otra versión de lo que hablamos es la que resume la frase del cartel “no disparen al pianista”, mensaje que en las antiguas cantinas del Lejano Oeste reclamaba a la clientela un poquito de por favor con el músico cuando trataran de resolver las disputas a base de mamporros y balas por doquier. Pianistas, lamentablemente, hay muchos repartidos en todos los escenarios cotidianos, como en el trabajo, en la familia, en la vida social… No digamos personas mamporreras, camorristas, insatisfechas, infelices, tóxicas. Que disparan a todo lo que se mueve a su alrededor, porque mientras cargan sus armas eluden detenerse un poco, observarse con sinceridad y actuar en consecuencia.

Apostar por el lenguaje de la lisonja, el que hubiera salvado al emisario con las noticias de Lucio Licinio Lúculo, es el que algunos practican a diario como lo hicieran en la España de la Restauración los incluidos en el fondo de reptiles. Desgraciadamente, también es el que muchos gobernantes (incluso los que antaño dijeron ser periodistas) desean para adornar su incapacidad, cuando no sus tropelías.