Describe el historiador Miguel Rodríguez Llopis en su Historia General de Murcia que durante el siglo XV los poderes locales lo monopolizaban un reducido número de linajes, de manera paralela al afianzamiento de la aristocracia regional sobre el conjunto del reino. Los recursos comunales pasaron de forma progresiva de la mano del campesinado al concejo. Precisamente, un reino desvertebrado y fragmentado fue el territorio idóneo para que los particularismos locales cobraran fuerza. De hecho, afirma este malogrado profesor de la Universidad de Murcia nacido en Yeste en 1958 y muerto en 2002, sólo la nobleza gobernante mantuvo conciencia de la unidad regional, por descansar sus intereses en el dominio político de todo el conjunto más allá de sus respectivas zonas de residencia.

Al cabo de los siglos, esos linajes se encuentran hoy dispersos por el territorio, carentes de identidad, pero enlazados por la obtención de recursos que les permitan mantener un estatus acorde con los tiempos. Las inversiones están fuera de estas fronteras, así como su deseo de prosperidad. Mientras tanto, seguimos jugando a ser algo en medio de este mundo globalizado.

Lo de las identidades tiene su miga, siempre y cuando bajo el paraguas de un gentilicio no se excluya a los otros. Como muchos, en mi caso, soy hijo de la emigración, de la exterior del paro camuflado de los 60 y de la interior de los pueblos pobres a otros más ricos. Un apátrida que entiende muy bien a todos aquellos que hoy en día abandonan sus pueblos, sus países y hasta sus continentes para encontrar cobijo en otras latitudes. Un apátrida que al paso de los años comienza a sentirse a gusto en su tierra, sin necesidad de tener que sacar de los baúles a Antonete Gálvez, al rey Alfonso X o al pimentón o la morcilla de quienes fueron humoristas de este periódico a comienzos del milenio.

En su obra Cantón, Martín Iniesta decía que «el murciano es manso… como su río… pero pobre de aquel que tenga que enfrentarse al despertar de su coraje y bravura». De los “murcianos de dinamita, frutalmente propagada” del poeta oriolano, a participar del carácter de los andaluces y valencianos, como nos etiquetó José Cadalso, el máximo representante del prerromanticismo español del XVIII, hay un trecho. Ni tanto, ni tan calvo.

No obstante, en torno a jornadas como la vivida ayer, con la fiesta del 9 de junio, Día de la Región de Murcia, en la que hacemos gala de un acontecimiento un tanto artificial, como es la conmemoración de la aprobación de un Estatuto de Autonomía, no está de más reflexionar sobre cómo somos, cómo sentimos y cómo nos comportamos.

Nunca podemos generalizar sobre los rasgos de una identidad regional. Ni siquiera la murciana.

Me preocupa mucho más hacia dónde vamos y si lo hacemos juntos o cada uno por su parte. Sobre todo, si tenemos en cuenta que nunca, repito, nunca, podemos generalizar sobre las características de una identidad regional. Máxime cuando nuestra tierra cuenta tan poco en el conjunto de este país, llamado España, en el que existen unos “señores de Murcia” capaces de enturbiar el buen nombre, el buen reconocimiento, la buena política y la buena economía. Ambas, desgraciadamente, en manos de la corrupción y de un crecimiento económico basado en la explotación laboral de quienes recogen las cosechas (como antaño pasaba con quienes las manipulaban previamente a la exportación) o las transportan a los mercados europeos. ¿Merece la pena detenernos y mirar un poco más allá de nuestras narices?


Las imágenes de esta entrada forman parte de un proyecto impulsado por tres jóvenes creadores. Más información en www.achodemurcia.es y en esta información.