Imagino que recuerdan Forrest Gump, la oscarizada película protagonizada por Tom Hanks, Robin Wrigth, Gary Sinise y Sally Field en 1994. Esta comedia dramática basada en la novela homónima del escritor Winston Groom fue dirigida por Robert Zemeckis. La historia describe varias décadas de la vida de Forrest Gump, un norteamericano medio nacido en Alabama que sufre de un leve retraso mental y motor. Gracias a los efectos visuales y a un cuidado guión la discapacidad que sufre el protagonista no le impide ser testigo privilegiado, y en algunos casos actor decisivo, de muchos de los momentos más transcendentales de la historia de los Estados Unidos en el siglo XX, específicamente entre 1945 y 1982.

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Entre los diversos acontecimientos que se narran en el filme me llamó poderosamente la atención uno que tiene lugar tras la muerte de la madre de Forrest. Su adorada Jenny, de la que estaba enamorada desde niño, regresa a visitarlo en su casa y se queda un tiempo con él, circunstancia que este aprovecha para pedirle matrimonio. Ella se niega y acaba por marcharse una mañana, antes de que él despierte. Angustiado, Gump decide comenzar a correr y lo que al principio solo iban a ser unos kilómetros acaba por convertirse en una larguísima maratón de costa a costa del país que dura tres años, en el transcurso de la cual se convierte en una celebridad y atrae numerosos seguidores.

¿Recuerdan los admiradores judíos que tenía Brian en la genial historia de los Monty Python, desde el absurdo convencimiento de que era el profeta esperado con sandalia y calabaza incluidas? Pues algo parecido. Pero en el caso de Forrest, la situación queda resuelta porque un día detiene súbitamente su carrera y decide regresar a casa, en mitad del desierto y ante la atónita mirada de una larga fila de supuestos incondicionales.

Siempre he interpretado esa carrera iniciada por Tom Hanks tras el desengaño por el rechazo como una metáfora para el encuentro con uno mismo. Para la búsqueda de la consciencia con el ser más profundo que anida en los recónditos parajes de nuestro cuerpo, de nuestra mente, de nuestro ser. Andar, caminar, correr y avanzar, en un tiempo y un espacio concretos, sin ataduras y objetivos preconcebidos, se convierte en experiencias personales que permiten saborear y disfrutar de unos momentos inigualables.

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Circular, deambular, ir, marchar o pasear, acciones que en apariencia son simples y sin más intenciones, adquieren una fuerza propia capaz de mover las montañas de prejuicios más arraigados en nuestros hábitos.

Cuando alguien transita en el camino de la vida siendo consciente de las pisadas, de los tropiezos, del dolor por la vulnerabilidad del cuerpo, del placer al saborear olores y colores de la belleza de la naturaleza, del encuentro con los otros que nace de un verdadero descubrimiento… gana enteros para transitar en la existencia. Peregrinar es eso. Recorrer y vagar por lo que realmente merece la pena, por lo que verdaderamente se juega uno la vida: la búsqueda de lo auténtico. Desde la claridad del día o la espesura de la noche. Todo vale y a eso estamos llamados.