Empeñados en querer ser lo que no somos. Empecinados en alcanzar metas imposibles. Cegados en nuestra mirada por querer contemplar horizontes invisibles… perdemos el tiempo,  las fuerzas, los días, la vida y cualquier instante que se precie en tratar de hallar lo que tenemos justo al lado. Imperceptibles para nuestros oídos, empeñados en escuchar grandes voces seguras de sí mismas, descubrimos que lo esencial sigue siendo invisible a los ojos.

No hablo de otra cosa que de los regalos que la vida nos ofrece cada día. De esas personas que se suman al relato cotidiano de la existencia mundana y que forman parte de un guión que siempre está sin escribir. Permítaseme que hable en primera persona. Traten de contemplar en un espejo lo que expreso. Por si les sirve de algo.

Me considero una persona afortunada. En primer lugar, por nacer donde nací y cuando nací. Por crecer en el seno de una familia obrera, inquieta y rebelde como la que me tocó vivir. Con experiencias gozosas de vida con el nacimiento de mis hermanos, y hasta con saber lo que se siente con la muerte de uno de ellos. Esa experiencia me ha permitido hoy aún conmoverme ante la fragilidad de la existencia, en la que la ausencia de vida es, simplemente, un estadio más para experimentar sin rencor lo que somos. Una fortuna, en definitiva, que sigue brotando cada día con los acontecimientos que nos tocan vivir.

Saborear la adolescencia y la juventud hace ya casi cuatro décadas me permite entender ahora, como padre, mucho mejor lo que pueden sentir nuestros hijos. Cierto y verdad es que los tiempos son distintos, pero si me apuran, no tanto como para empeñamos en creer que somos héroes en esto de educar. Sus exabruptos son los nuestros; sus frustraciones, las mismas que conocimos; su rebeldía, la que a lo mejor no canalizamos nosotros, es su respuesta ante el futuro precario que se les avecina. Pero su sinceridad es la mejor reacción a lo que hemos tratado de aportarles desde el respeto. Sobre todo, dejando al lado la culpa y los chantajes emocionales de los que nosotros, desgraciadamente, fuimos objeto y, en ocasiones, incapaces de canalizar hacia otras vías alternativas.

Es verdad que las experiencias son personales e intransferibles. Como lo que se siente ante la pérdida de alguien a quien queremos. Como el amor, ese sentimiento que mezcla emoción y compromiso. El que te hace vibrar y percibir en cada poro de la piel cuando se estremece ante una mirada, un roce, un encuentro furtivo. ¿No merece la pena apostar por amar y sentirse amado? Por supuesto que sí. Y de lo que hablo también considero que he recibido un regalo en toda regla. Así lo he entregado también. Y tú seguro que también. Aunque haya habido tropiezos, desengaños, expectativas no cubiertas… ¡Qué más da! De lo que se trata es de no resistirse a esa fuerza poderosa que todo lo puede, que todo lo alcanza, que todo lo siente. Que es capaz de derribar los muros y baluartes construidos para proteger qué se sabe qué y para qué.

En definitiva, todos somos un regalo para el otro, para nosotros mismos y para quienes quieran cruzarse en el camino de la vida. Somos obsequio, agasajo, dádiva, donación,  ofrenda, presente, ventura y suerte. Cada una de esas expresiones son capaces de encontrar acomodo en nuestra vida, en nuestro interior y, además, están sujetas a explotar y esparcirse sin control -y, por tanto, sin remedio- en todas las esferas de la existencia. Regalos quiero. Regalos doy. Todo es un regalo.