Hace justo veintiocho años sentí la muerte de Ignacio Ellacuría como si fuera la de una persona de mi familia. Mejor dicho, el asesinato de quien fuera entonces rector de la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador, junto al vicerrector Ignacio Martín-Baró; Segundo Montes, director del Instituto de Derechos Humanos; Amando López, ex rector de la UCA de Managua; Juan Ramón Moreno, uno de los grandes alfabetizadores del entonces Gobierno sandinista; el también jesuita salvadoreño Joaquín López y la cocinera Elba Ramos y su hija Celina Maricet. Todos ellos cayeron bajo las balas asesinas de soldados del Batallón Atlácatl, uno de los batallones de infantería de reacción inmediata (BIRI) del ejército salvadoreño, creado en 1980 en la Escuela de las Américas del ejército estadounidense, que estaba localizada en Panamá. Un sangriento batallón responsable de innumerables matanzas de campesinos durante los años de la guerra civil del país centroamericano.

Salvaron su vida en aquella madrugada del 16 de noviembre de 1988 por cosas del destino, la casualidad o porque la vida es así de caprichosa, otros compañeros jesuitas de estos mártires como Rodolfo Cardenal o Jon Sobrino. El delito que habían cometido era el de haberse encarnado directamente en la vida y la suerte del pueblo de El Salvador, desde una institución universitaria que era y sigue siendo un referente educativo en toda Centroamérica bajo el carisma, la inspiración y el liderazgo de Ignacio de Loyola. En un contexto, el de los años 80 del pasado siglo, en el que se libraba una batalla social, teológica y política en todo el continente americano con innumerables ecos en el resto del mundo. Había que eliminar la Teología de la Liberación y lo que representaba como corriente transformadora frente al imperio norteamericano en su patio trasero: América Latina.

En la España de esos años conmovía la entrega, el riesgo, el olor a oveja y la fortaleza del testimonio de esos jesuitas entregados en favor de los últimos entre los últimos. Una solidaridad que, sin embargo, contrastaba con la incomprensión -cuando no los ataques- que recibían desde numerosas esferas del poder político y eclesial de la época. Porque esa aplicación práctica de la Teología de la Liberación tambaleaba los cimientos sobre los que se sustentaban buena parte de los postulados del modelo evangelizador que el Papa Wojtyla trataba de impregnar en su pontificado.

Veintiocho años después, el Tribunal Supremo de Estados Unidos avaló esta semana la extradición a España del ex coronel salvadoreño Inocente Montano, acusado de ser cómplice de la matanza de los mártires de la UCA, y rechazó la petición de sus abogados de que permanezca en EE.UU., donde vive desde 2001 y en el que cumplió una pena de 21 meses en prisión por fraude migratorio. Montano, de 74 años, fue viceministro de Defensa y uno de los funcionarios militares de mayor influencia durante el conflicto civil armado en El Salvador.

La abogada española Almudena Bernabéu descubrió el paradero de Ignacio Montano en un pequeño pueblo próximo a Boston e inició el trámite para que fuera extraditado a España. Ya en 2008 Bernabéu había emprendido ante la Audiencia Nacional un largo camino en nombre de las Asociaciones Pro Derechos Humanos de España y de los familiares de Ignacio Martín-Baró, uno de los jesuitas españoles asesinados. Una larga historia en busca de reparación de la justicia universal que ha tenido un resultado esperanzador, aunque haya sido casi tres décadas después.