No sé el recuerdo que les quedará a mis hijos, cuando tengan mi edad, sobre las vacaciones navideñas y todo lo que tiene que ver con estas entrañables fechas -por decir algo- en las que se llevan al extremo las apelaciones sentimentales, buenos deseos, felicitaciones, encuentros, viajes, regresos y consumo y consumo.

«El temible burlón», con Burt Lancaster.

Uno. Navidad, en lo que a mí respecta, es el deseo de guardar en la memoria el ‘Especial Vacaciones’ de Televisión Española, la única, la inconfundible, la del blanco y negro, la de las películas de piratas con Burt Lancaster y su compañero mudo, la del circo y los payasos, la gala de Nochevieja y el final de la Cabalgata de Reyes en Madrid. Esa televisión que nos reunía a pequeños y mayores ante aquellas series de la mula Francis, el caballo Furia, negro como el azabache, Skippy el canguro y el programa de Walt Disney con esa imagen icónica del castillo y la sorpresa que nos llevábamos cuando de entre varias opciones, tocaba una película, una serie de dibujos animados o un pequeño documental.

Navidad son recuerdos de fiestas familiares, austeridad y miradas de niño

Dos. Navidad era igual a reunión de primos, fiestas de disfraces en la casa de campo, cantar villancicos para pedir el aguilando por las calles de Yecla y a los más rezagados en el mercado de la Plaza de San Cayetano o el de Abastos, junto al Ayuntamiento. Era escuchar a los mayores contar innumerables anécdotas sobre sus navidades austeras tras la posguerra y saborear los fríos días de diciembre y enero en torno a un brasero, una chimenea y encuentros familiares a mansalva. Pocas compras, por no decir ninguna, y sí mucho tiempo y espacio para el encuentro, las risas, los juegos y la fiesta.

Tres. Navidad era cenar pronto para ir a la Misa de Gallo y tomarnos a su término un chocolate con toñas para rematar la conmemoración del Nacimiento de quien era el protagonista, y sobre el que giraba esta efeméride. Desear que llegara la Noche de Reyes tras ese momento expansivo del cambio de año, ese instante en el que todo el mundo se conjuraba con las buenas intenciones para enterrar las malas experiencias vividas durante el año y anhelar aquello que no se poseía.

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Cuatro. Navidad era la carta a los Magos, depositada días antes a los emisarios de Sus Majestades, con la confianza ciega de que seríamos receptores de esos deseos dejados por escrito con la mejor caligrafía de la que éramos capaces. Y tras regresar de la Cabalgata, con la ventana de la habitación abierta por donde habían accedido los monarcas -según certificaba mi madre- sorprendernos con parte de aquellos que habíamos anhelado y, por supuesto, reclamado no sin cierta ansiedad. Esperar siempre algo más, pero satisfechos para disfrutar esos juguetes con tan solo un día por medio para regresar al colegio y, por tanto, a la normalidad.

Porque Navidad para mí era eso, y mucho más, hoy miro con cierta nostalgia, no exenta de melancolía, a quienes se enfrentan estos días con el cuerpo removido, la mente dispersa y los ánimos caídos. A quienes la realidad de los últimos doce meses les ha estampado de frente con la vivencia de la muerte de alguien cercano, o quienes no tuvieron la suerte y el placer de vivir su Navidad en la infancia con experiencias gratificantes. Por eso los tengo muy presentes y les envío un pequeño soplo de cálido sosiego ante los días que vienen.