Miedo me da aceptar el relato sobre el crecimiento económico que hemos comprado en los últimos años para evaluar cualquier hecho de actualidad. Llega un festival de música como el WARM UP o el Viña Rock del pasado fin de semana, y nos hablan de su importancia con la variable de su impacto económico: las equis de miles o millones de euros que van a mover. O el puente del Primero de Mayo, las fiestas de Semana Santa, la llegada del AVE o la temporada turística en el Mar Menor. Todo tiene un precio y el mantra de nuestros economistas de cabecera, ideólogos del consumo y su corte de seguidores (políticos, empresarios, profesionales varios…) es que tenemos que crecer, crecer y crecer… porque si crecemos, crece la economía, y detrás de ella el aumento del empleo, las cotizaciones a la Seguridad Social, la corrección de las desigualdades…

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De lo que apenas se habla es de una economía de misericordia que, de algún modo, vendría por la apuesta por la vida sencilla, frugal y el decrecimiento. Algo tan simple como hablar de coherencia entre las creencias y los valores, los discursos y las acciones económicas. El profesor Carlos Ballesteros habla de ello cuando define al misericordioso como el que ayuda al que lo necesita y el que perdona; al limpio de corazón como la persona pura, recta, coherente. Y al pacífico, como el que reconcilia y se reconcilia. Una economía de misericordia plantea la «cultura del dar» e inspira a la «Economía de Comunión» y cuyos orígenes pueden encontrarse en los postulados del movimiento fundado en los años 40 del siglo XX por Chiara Lubich (del movimiento de los Focolares).

Desde una perspectiva laica está la Economía del bien común, de Christian Felber, cuyo fundamento es poner freno a las desigualdades, combatir la destrucción medioambiental y paliar la pérdida de espíritu democrático, desarrollando dentro del mundo empresarial valores como dignidad, solidaridad, sostenibilidad, justicia social o democracia. El punto de partida es que la mejor —por no decir única— manera de maximizar el bien común es colaborar en lugar de competir: lo que importa no es el ánimo de lucro sino la contribución al bien común, al de la casa común.

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Para rematar otro tipo de economía debemos hablar de la «economía de reconciliación», cuyas claves serían las de enderezar relaciones, tender puentes, establecer lazos de justicia. Porque son muchas las rupturas en el ámbito económico que necesitan ser reparadas: las relaciones de confianza como consumidores con las empresas proveedoras de bienes y servicios que, en ocasiones y con motivo de un marketing mal entendido, han engañado, maltratado, vapuleado a las personas consumidoras. O las propias relaciones de confianza entre los empleados y los empleadores, rotas por el individualismo y el egoísmo. O las financieras, desde el doble punto de vista de la oferta y la demanda de financiación: las personas como inversoras y a veces también como demandantes de financiación, especialmente las más vulnerables. O las que tienen que ver con las relaciones financieras entre las esferas públicas y las privadas: la corrupción política o una creciente sensación de desamparo ante el futuro, pues no está claro si la Seguridad Social, que es un sistema de confianza intergeneracional, podrá asumir en el futuro el pago de las pensiones de la población que actualmente cotiza. O las derivadas del sentimiento de que las políticas de ajuste fiscal del déficit y de austeridad no son compartidas ni afectan por igual para todos. Hablar, por tanto, de otra economía, es posible.


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