Hace treinta años aún no había abandonado las aulas de aquella fría Facultad de cemento de la Ciudad Universitaria madrileña. En realidad ya conocía y vivía de lleno la redacción de un periódico de provincias. Más bien la sucursal de éste, que viene a ser como la tercera división en el fútbol. Eran los comienzos de una profesión a la que mi fantasía se recreaba en esas viejas películas de los años 40 y 50, repletas de máquinas de escribir, linotipias, humo de cigarrillos y carreras desenfrenadas. Unas imágenes románticas que, para un veinteañero como yo que hacía mis pinitos como auxiliar de redacción, colmaban con creces las aspiraciones que empezaba a saborear.

Estuve incluso a punto de incorporarme a aquella primera redacción de La Opinión de Murcia de la Plaza de Romea, en aquel piso recién rehabilitado. Ese diario que celebra estos días sus tres décadas de existencia en medio de una jungla en la que se esconden, agazapados, verdaderos enemigos de la libertad de expresión. Al final me quedé donde estaba. Y acabé la licenciatura, lo que a efectos de nómina y categoría laboral no era poco, aunque el trabajo fuese casi el mismo que el realizado hasta esa fecha.

Imagen personal en la redacción de La Verdad, en Elche, en el año 1988.

El periodista de provincias apenas goza hoy de un cierto respeto en la calle. Tus vecinos, algunos amigos, tus suegros y sus conocidos presumían de ti como si fueses alguien especial. En realidad eso al principio te gusta. Crees que despides un halo a tu alrededor que envuelve cualquier estancia por donde pasas. Todos se encargan de que te consideres diferente. Uno entre los elegidos, casi un mesías que va a salvar a su pequeña sociedad de los males que le aquejan. En especial de aquellos aspectos oscuros que no alcanzan a ver los mortales. Luego no es para tanto, pero esa ilusión inicial en comerte el mundo la vas atemperando conforme pasa un día, y otro, y otro. Los personajes varían, pero las situaciones vuelven a ser prácticamente las mismas. Un asesinato por aquí, un accidente por allí; una lucha política de un lado, un nuevo gobierno de otro; un caso de corrupción, y otro, y otro, y otro… Una venta de la piel del oso antes de cazarlo por arriba, y un juego de intereses por abajo. Lo que es la vida.

La realidad del día a día, del acontecer familiar y profesional, te lleva por muchos caminos. Pero el periodismo siempre está ahí. Su esencia, su libertad, su incomodidad. Descubres que al final no encajas.

La experiencia, aunque sea escasa, te enseña que lo aprendido en la calle vale de poco si no sabes articularlo con un buen puñado de convicciones y valores que te permitan apartar los sobresaltos, las zancadillas, las incomprensiones y las injusticias. Dentro y fuera del medio en el que trabajes. No es una tarea sencilla, se lo aseguro, porque la belleza de esto del periodismo, al igual que su gran tragedia, es lo efímero del presente. La esperanza, conocer la verdad. Y muchos se juegan el tipo, su vida y la de los que le rodean por alcanzarla.


Imagen de cabecera: Taller de Imprenta de The New York Times (1942) / janeb13 / Pixabay