Ir a donde otros no llegan es uno de los criterios que Ignacio de Loyola señala en las Constituciones de la Compañía para elegir la misión de los jesuitas. Desde el año 1980 el entonces Superior General, Pedro Arrupe SJ, fundó el Servicio Jesuita a los Refugiados (SJR), un proyecto para atender a las personas que se ven obligadas a dejar sus hogares en busca de una vida digna. Desde entonces el drama de la movilidad humana no ha dejado de aumentar.

Ese drama es el que este fin de semana se va a visibilizar en el puerto de Valencia para dejar en evidencia la hipocresía de una Europa rica que prefiere mirar hacia otro lado, mientras que miles de seres humanos se juegan la vida a diario en busca de un futuro mejor. Una tragedia que nos toca a todos porque, al fin y a la postre, ¿quién está libre de ser un eventual en este planeta llamado tierra? Que nos ha tocado nacer, vivir y morir en un determinado lugar por fuerza del destino y que, no por ello, estamos más cargados de razones para disfrutar de mejores recursos y posibilidades que otros seres humanos.

Ir a donde a otros no llegan es lo que han hecho estos últimos meses activistas de Convivir Sin Racismo, que han acudido regularmente al Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Sangonera la Verde, a escasos kilómetros de la Glorieta y la Gran Vía murcianas. Con sus visitas se han empapado de la realidad de estos “centros de sufrimiento y espacios de opacidad e impunidad policial”, como los califica el Informe de 2017 “Sufrimiento inútil: los nuevos lazaretos” del Servicio Jesuita a Migrantes (SJM). Los CIE son eso, los nuevos lazaretos o antiguos hospitales en los que se aislaba a los infecciosos. Y allí han compartido miedos y esperanzas con quienes los ocupan.

Del millar de personas migrantes procedentes de 42 países que pasaron por el CIE de Sangonera la Verde menos de la mitad fueron enviadas finalmente a sus países de origen. Así pues, en 2017 un total de 548 personas recluidas tuvieron que ser puestas en libertad ante la imposibilidad de ejecutar la orden de expulsión, colocándolas en algún recurso de acogida de alguna organización no gubernamental o, en muchos casos, directamente en la calle. Póngase el lector en su lugar: en una ciudad desconocida, sin más medios que un billete de autobús para llegar al centro y buscar un comedor social donde poder alimentarse o un lugar donde dormir (en el mejor de los casos, un albergue), y la mayoría en un jardín o casa abandonada.

El drama de los desplazados, de los refugiados, de las personas migrantes es solo uno a efectos de cómo nos situamos ante el mismo. Por eso es tan deleznable el racismo, la xenofobia, el odio al otro no por el color de su piel sino por el contenido de su bolsillo. Tan repudiable y condenable es el rechazo al extranjero que pregonan desde hace tiempo gobernantes de Hungría, Polonia o, más recientemente, Italia, sin ir más lejos, como la actitud de aquellos que de una manera más taimada han recortado derechos en España (con limitaciones al uso de los recursos sanitarios) o los que advierten del mal llamado ‘efecto llamada’ y cuestionan la acogida a los rescatados del Aquarius que llegan este domingo a una de las capitales de la Gürtel, de la Fórmula 1 y de la política entendida como expresión de la corrupción más sucia y repelente. Sin bajar la guardia, hay motivos para la esperanza.


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