Acabo de enterarme de que durante casi cuarenta años he sufrido una fobia a la que me costaba ponerle nombre. Se trataba de la cinofobia o el temor desmedido a los perros. No podía con ellos. Cuando los veía cerca me ladraban, trataba de eludirlos, escapaba y me alejaba cuanto más podía. Paralelamente, no entendía cómo había personas que los adoraran, que fueran capaces de dar su vida por ellos o que lloraran su muerte. Desconocía por completo las sensaciones de afecto y de los vínculos que podían establecerse entre los canes y los humanos, y quizá por mi exceso de racionalidad desconfiaba de quien trataba de humanizarlos hasta extremos insospechados.

Bien es cierto que no he llegado a sufrir ataques de pánico o de ansiedad al estar cerca de un perro, pero sí he sentido un miedo intenso y desproporcionado ante su presencia y he evitado situaciones cotidianas en las que podía interactuar con un cánido. Hablamos de un miedo irracional, que carece por tanto de una explicación lógica, de padecer un terror que en ocasiones se volvía casi insoportable. No era capaz de controlarme ante este miedo, sufría mucho al cruzarme a un perro y llegué a experimentar, en su momento, determinados síntomas físicos, como náuseas, sudores y taquicardia.

Bien pronto descubrí que la principal razón de esta cinofobia se debía a la experiencia traumática que sufrió mi madre en su infancia con un perro que le mordió el extremo de un abrigo, en plena calle, y que le marcó para el resto de su vida.

Thera.

Pero todo se acabó, de manera progresiva, cuando conocí a Thera, una labradora de piel canela, hace doce años. Entró en mi vida, como en la de la familia de amigos que ha compartido su existencia en todos y cada uno de los acontecimientos del día a día. Los expertos en tratar la cinofobia hablan de la terapia de la exposición gradual al contacto con los perros como una de las mejores técnicas para vencer ese temor irracional. Y yo sin saberlo durante casi toda la vida, conseguí ir dominando esa desconfianza hasta establecer una relación de igual a igual (salvando la distancia de que somos dos especies distintas) y despertar sensaciones y dimensiones que hasta entonces habían permanecido ocultas. Thera me abrió el camino a Bruno, mezcla de braco y bóxer, a Kadó y al resto de invitados a los encuentros perrunos del Monte Liso y a las marchas senderistas por el Valle, Carrascoy, El Sabinar, Campo de San Juan, Benizar y Bajil.

Con Thera fui capaz de saborear la felicidad que siente un labrador cuando chapotea en las frías aguas de riachuelos del Pirineo. También de aquellos momentos en los que transmiten confianza y alegría cuando hay alguien triste y desanimado a su lado. Al dejar a un lado la fobia a los perros me he reconciliado con el amor y la sensibilidad al resto de los animales, seres vivos unidos a la especie humana a lo largo de la historia. De ahí que cuando coincido con gente que aún no ha podido afrontar esos miedos siento una cierta nostalgia y el deseo de invitarles a saborear lo que supone vencer esos recelos. Thera murió esta semana, y con ella siento se han ido una parte de esas desconfianzas que estaban difuminadas. La he llorado en silencio. Como el de las excavaciones de las que ha sido testigo todos estos años.