Que el miedo paraliza es un hecho innegable. Desde las experiencias de los primeros homínidos hasta que el ser humano es tal siempre hemos vivido acompañados del temor a lo desconocido, a lo que puede acabar con nuestra vida, a lo inexplicable. De ahí que el miedo forme parte de la existencia, en especial cuando los compañeros vitales de viaje lo transmitan al comienzo de la vida, como los padres y las madres lo hacemos con nuestros descendientes desde la cuna. Gracias al miedo sobrevivimos. Pero también gracias al miedo hay quienes sustentan su dominación.

Vayamos por partes. La desconfianza, la sospecha, el recelo… son caras de la misma moneda de ese miedo capaz de alterar las voluntades y deseos del más pintado. Cerramos el año con una sociedad temerosa de los cambios políticos, económicos, culturales y religiosos. Una moción de censura llevó a la oposición al partido que hizo de la corrupción su seña de identidad en los últimos años. Pero la nueva situación, con el Gobierno surgido de aquélla, creó incertidumbre porque no estábamos acostumbrados al juego de las alianzas y los pactos parlamentarios. Esto generó miedo y alarma con la tentación de volver a situaciones pasadas. A ello hay que sumar el debate no resuelto sobre la identidad territorial y cultural de Cataluña, arrastrado desde hace siglos, ante la que el miedo a afrontar la realidad ha provocado un enquistamiento del conflicto y un deterioro de la convivencia ciudadana. El miedo está detrás de los comportamientos en uno y otro lado.

Temor es lo que generan los oscuros nubarrones que se ciernen sobre nuestras democracias, ya que la globalización del autoritarismo a nivel mundial parece haber ahogado la esperanza de un progreso en la humanización de nuestras sociedades.   


El papado de Francisco ha supuesto una primavera eclesial, con una vuelta franciscana a la sencillez del evangelio y un retorno jesuítico a la denuncia de Jesús contra ricos y poderosos.

Un autoritarismo que tiene reflejo en la tendencia al nacionalismo. Porque sabemos bien cómo cada país, en tiempos de crisis, intenta salvarse a sí mismo retirándose a su madriguera y cerrándose a los demás. Los ejemplos de la Rusia de Putin, la   Turquía de Erdogan, los Estados Unidos de Trump, el Brasil de Bolsonaro, la Gran Bretaña del Brexit, Italia, Polonia, Hungría… Sin olvidar a España, con la tentación de resucitar la vergüenza franquista, donde vuelve a erguirse enarbolando la bandera contra el independentismo catalán y la inmigración (sobre todo musulmana). Así nos lo recuerda el análisis de Cristianisme i Justicia en su reflexión del final de año.

Un miedo a lo desconocido y a lo que provoca agitar las conciencias de la que no es ajena la propia Iglesia. El papado de Francisco ha supuesto una primavera eclesial, con una vuelta franciscana a la sencillez del evangelio y un retorno jesuítico a la denuncia de Jesús contra ricos y poderosos. Por el contrario, desde sectores eclesiales todo este camino se contempla desde el escepticismo, cuando no desde la actitud de oposición a los cambios, reclamando la ortodoxa legalidad frente a la misericordia. La historia de los abusos de sacerdotes y religiosos a lo largo de los años, con la pederastia, ya ha pasado factura y aún lo va a hacer más en los próximos tiempos, aunque la valentía de Francisco para abordarla es más que evidente.

Esa actitud de valentía, con dosis de esperanza y confianza que a veces escapa a nuestra propia voluntad, es la mejor receta para afrontar los recelos y los miedos ante la realidad. Una apuesta que es imprescindible siempre, en todo momento, y una invitación singular en este final de año.  Por eso no podemos mirar hacia otro lado, creer que lo que acontece no tiene que ver con nosotros, o delegar en otras esferas superiores la resolución de los problemas.

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