En las últimas semanas me ha tocado vivir la experiencia de la muerte de dos familiares y varios amigos y conocidos. Como seguro que le ha ocurrido a usted, porque resulta que la muerte es una de las experiencias que a diario compartimos el común de los mortales. Por obvia, no le damos apenas importancia y resulta que es de las pocas cosas claras que tenemos en nuestra existencia: que nacemos y morimos. Así de simple… y así de complejo lo hacemos los humanos.

En este tiempo de revuelo interior he recordado una entrevista a Enric Benito, médico especialista en Cuidados Paliativos, que en un primer momento parece provocadora, aun cuando la evidencia de sus afirmaciones corrobora muchas de las convicciones que, en mi caso, han ido atravesando la experiencia vital. Como que una de las cuestiones fundamentales que debemos saber  es que nadie se muere sin conocer que se está muriendo. Por evidente que parezca. Porque cuando no le damos a una persona la información fundamental de lo que tiene que saber, no podemos impedir que se dé cuenta de lo que le está pasando. Bien es verdad que hay muertes exprés por causas inesperadas y ante las que es difícil afrontar la situación de una manera más o menos cordial.

El proceso de morir, el más común, es un tiempo especial para que cada persona haga las paces con su historia, con su gente, deje las cosas como hay que dejarlas y hasta pueda elegir sus propios funerales. Por eso, desgraciadamente, hay quienes cometemos otro error: no dejar al moribundo marcharse y retenerlo de manera posesiva. No, lo correcto es decirle que ha hecho bien las cosas en su vida, que se le quiere y que puede irse tranquilo y satisfecho.

Enric Benito insiste es que la muerte es un proceso natural en que la persona necesita intimidad, ser reconocida, no tener dolor, tener un entorno de afecto, seguridad y confianza y ser cuidada integralmente para poder cumplir tres tareas: aceptar lo vivido, conectar con lo querido y entregarse a lo pertenecido, a su fe o sus convicciones hondas. Humanizar el proceso de morir significa reconocer nuestra vulnerabilidad, pero sin olvidar lo que en el fondo somos, nuestra dimensión trascendente.


Cualquier resistencia a un proceso natural, bien el alumbramiento o el proceso de morir, lo complica.

No resulta extraño experimentar ante la muerte tres etapas muy claras. Una primera de caos, miedo, incertidumbre y lucha, de negación de la realidad. Otra de aceptación y entrega a la verdad de lo que le sucede y, finalmente, la que sigue con la verdadera sanación, un “pasar y conocer” y llegar a una conciencia que no se tenía antes. Etapas de quien va a morir y de quienes les acompañamos, aunque lamentablemente en una gran parte de los casos la que domine sea la primera.

Cualquier resistencia a un proceso natural, bien el alumbramiento o el proceso de morir, lo complica. Y en esas resistencias aparecen las sombras, lo que no hemos vivido, las vicisitudes que no tenemos resueltas, las que hemos dejado pendientes. Hay que prever que en cualquier momento nos puede llegar la hora de morir. Por eso hay que vivir despiertos, en paz con nosotros mismos y con los demás, sobre todo con las personas que apreciamos. Porque morirse es normal y siempre acaba bien.

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