Uno de los días más felices de mi vida que recuerdo fue aquel en el que mi primo José Manuel me confesó su condición homosexual. Reveló un secreto guardado desde su adolescencia y juventud, y lo hizo con lágrimas en los ojos (al menos a mí así me parecieron). Se quitó un gran peso de encima al compartir ese secreto, tal y como expresó en ese instante hace ya casi dos décadas. No sé quién se sintió más liberado: si él o yo. Porque en las relaciones humanas siempre existen espacios vedados a la complicidad. Son lugares en los que anida lo secreto, lo recóndito, lo escondido. Son territorios resguardados a lo evidente, a lo explícito, a lo palmario y manifiesto. Por muchos sobrentendidos que existan, hay circunstancias vitales que permanecen hibernando y, al cabo del tiempo, si hay suerte y actúan los hados, salen a la luz.

Me resulta muy difícil imaginar ese rayo que atraviesa la vida de quienes no se sienten personas libres y auténticas en su condición sexual. O de quienes viven atrapados en un cuerpo que no lo consideran suyo. Porque a los factores más íntimos, aquellos que forman parte del interior de cada persona, se suman los condicionantes sociales, familiares, profesionales…  Elementos que, mal gestionados emocionalmente, provocan distorsiones en la manera de comportarse con uno mismo y con los demás. Confieso que encarnarse en ese dolor no debe de resultar nada sencillo. Pero sí tengo claro que compartir esa liberación, cuando llega a producirse, es una gozosa experiencia.

BEGOÑA ZAMORA | Piel (Óleo sobre lino)

No ser indiferente al sufrimiento de cualquier ser humano, como al de cualquier ser vivo, es uno de los rasgos que mamé desde niño en mi ambiente familiar. Ya sea por causas sociales, políticas o económicas, como aquellas que tienen que ver más con elementos más íntimos de la personalidad. Como sufrir las injusticias. De ahí que desde muy joven me llamó la atención la lucha que desde los colectivos gais impulsaban líderes como Jordi Petit, uno de los primeros activistas LGTBI de España. Vinculado en su momento al PSUC, desde el Frente de Liberación Gay de Cataluña, fue una de las  primeras personas que entrevisté en mis inicios en esto del periodismo. Unir la lucha por la dignidad personal en su condición política siempre me ha parecido una dimensión que dobla el sentido del compromiso.

Como creyente en Jesús de Nazaret, entenderá el lector que, por otra parte, no haya llevado nada bien todo lo relacionado con la represión de la condición sexual frente a la doble, triple o hasta incluso cuádruple  moral de la que he sido testigo en la Iglesia católica. Ni la exclusión, ni por supuesto, la condena, tienen que ver con la orientación sexual y las prácticas que, desgraciadamente, una parte del clero y de la jerarquía eclesiástica ha venido manteniendo a lo largo de los tiempos. Situación que, además, no es muy diferente en otras instituciones sociales y culturales. Esa visión judeocristiana de la vida se ha unido a los cánones de un puritanismo exacerbado que no ha sido nunca capaz de entender y respetar lo diferente, lo distinto. El cóctel se completa, en la parte eclesial, en una organización en la que las principales decisiones las adoptan varones y célibes.

En este fin de semana central de la fiesta del orgullo me quedo, sin embargo, en su dimensión más reivindicativa, la de la denuncia y la celebración.  Esta conmemoración que une en la lucha a quienes no se conforman con ser un elemento más de consumo y espectáculo sin más, sino el exponente de la igualdad de derechos, del respeto y la dignidad de todo ser humano. Independientemente del alosoma o cromosoma sexual mediante el que haya sido formado.