“El mar es el lugar de donde venimos y a donde, gracias al cambio climático, vamos”. John Banville, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2014, así lo afirmaba cuando vino a recoger el galardón hace un lustro. No en balde, abre y cierra una de sus grandes novelas, El mar, con referencias a ese personaje animado que preside esta historia sobre la memoria. “Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea”, escribe al comienzo, y termina el último párrafo con “una enfermera vino a buscarme. Me di la vuelta y la seguí hacia el interior del hospital, y fue como si me adentrara en el mar”.

Para quien se ha criado en el Altiplano, en el extremo noreste de esta maldita tierra, el Mar Menor queda muy lejos. Apenas perceptible en las clases de Geografía, de la de entonces, no las de Conocimiento del Medio, y referencias ligadas a la juventud, tras llegar en los 90 a la Mursiya húmeda y temerosa de las riadas. Para quienes somos herederos de la musulmana Yakka nuestro mar siempre ha sido el Mediterráneo que baña los alrededores de Gandía y Oliva, en la costa valenciana, o cuando más, las próximas a la Costa Blanca alicantina, con San Juan, los Arenales del Sol o Santa Pola.  De ahí que nos resulten muy lejanas esas referencias tan cursis a la belleza y añoranza de un paraíso que dicen que fue y que escuchamos estos días a políticos y políticas recién llegadas, practicantes del adanismo más insulso posible, en esa carrera sin retorno en quien dice la parida más grande para demostrar un murcianismo desaforado. Como ese de llenarse la boca (o el timeline, ese espacio, esa línea de tiempo, en las redes sociales) con lo de ser español, español, español…  y para español, más que España mismo, en el que andan empeñados nuestros jóvenes aspirantes a gobernantes.

Algunos de estas púberes promesas de no se sabe bien qué cosas me recuerdan al Charles Arrowby de El mar, el mar, de Iris Murdoch, que desde la obsesión es capaz de encerrar en su casa a su amor infantil con la esperanza de que con el tiempo libere su síndrome de Estocolmo y decida unirse a él. Salir de la adolescencia es el reto, porque entonces se otorga autonomía al otro. El mar, sin más, es un personaje que ahoga, que asfixia. Que al principio idealiza, pero que más tarde envuelve gran parte de la trama y de la filosofía existencialista en la que militó la escritora irlandesa. Es la trama que cualquier ecosistema de vida envuelve a los seres que lo habitan. Ya sean los que lo pueblan, como quienes circundan cada uno de sus espacios que bordean la tierra.

Creía haberlo visto y oído casi todo. La hipocresía y la caradura, sin embargo, no tienen límites conocidos. Ya sean las de los señores del agua y de la agricultura intensiva, o de nuestros consejeros, alguno de los cuales viene de la mano de los promotores inmobiliarios. Vamos, sin complejos, porque es de los nuestros. Igual nos sirve para azote de quienes reclamaban el soterramiento de las vías en Murcia que para acompañar a quienes expían culpas y esquivan reproches. O los llamados científicos, cómplices en nombre de la Ciencia y de sus rimbombantes títulos universitarios, de los poderes políticos y económicos de nuestro caciquil terruño. Variopintos personajes que llevan años lanzando la piedra y escondiendo la mano. Esos cobardes que cuando la muerte llama a su puerta miran hacia otro lado, buscan al papá Estado y eluden sus responsabilidades, porque ya saben, aquí ha habido “una cierta dejadez” de todos. Y se quedan tan panchos, tan felices, tan satisfechas, tan convencidos… que casi despiertan ternura.

Pero con lo que está cayendo estas semanas, estos meses, estos años… me quedo con Joseph Conrad, para quien solo vislumbraba al hombre enfrentado al mar. A un mar de verdad, el que acogía a los venturosos héroes de la navegación a vela, el del universo geográfico y moral de una naturaleza hostil. Es el mar, espejo del desafío de la prueba. Frente a este hermano menor, el de la laguna salada, a toda la ciudadanía nos resta apostar por convertirnos en el joven capitán de La línea de sombra que es capaz de luchar contra la tradición, contra la locura y contra el desánimo frente al sentimiento de culpa. Teniendo a mano un Capitán Gilles o sin él. El grito de #SOSMarMenor está vivo. Y debe seguir vivo.