Confieso que caigo a menudo en la tentación. No lo puedo evitar. Mira que lo intento, pero es más fuerte que mi voluntad. La pulsión es intensa, mayor que la intención de ejercer un control y alejarme del ruido que hay en el mundo de las redes sociales, los grupos de whatsApp y demás zarandajas virtuales que nos tienen comido el seso. Y lo hago hasta tal punto que llega un momento en el que pierdo el sentido de la realidad. Que no miro el reloj y se pasan los minutos, las horas, los días, las semanas y los meses. Sin darme cuenta se pasa hasta la vida, la mía y la de quienes viven a nuestro alrededor. Eso sin exagerar, porque si exagerase un poco podría decir que ya no estoy aquí, que he sido transportado a otra dimensión, una a la que no alcanzo a vislumbrar, a la que soy incapaz de describir o representar.

Quizá por deformación profesional hubo un tiempo en el que idolatré el mundo de las redes sociales, de internet, de lo virtual… Teníamos al alcance de las manos unas herramientas que facilitaban el reencuentro con viejos amigos y conocidos, compartir experiencias presentes y pasadas, divulgar puntos de vista que podían enriquecer nuestra visión del mundo. Democratizar, en definitiva, el debate en un ágora que no tenía que ver con los aquellos tradicionales espacios físicos a los que estábamos acostumbrados. La tecnología parecía estar al alcance de la mano de todos y no solo de unos pocos privilegiados. Bien es verdad que nada podrá superar esa sensación de abrir un periódico sin arrugas que aún no sido leído por alguien, extraído de la mitad del montón arrebujado en un quiosco o librería, con el olor y la humedad a tinta que desprenden sus páginas. Pero reconozco que la inmediatez, la velocidad a la que suceden muchas veces los acontecimientos y la forma de presentar las noticias dieron paso, poco a poco, a buscar otros formatos que son los que están sepultando a la prensa tradicional.           

Asociadas a esas novedosas hechuras en el mundo del periodismo, de la información y de la actualidad, está el drama del entretenimiento, de la banalidad, de la puerilidad. Sí, sí, un drama que está acabando con la esencia del conocimiento de la realidad para poder cimentar una mujer y un hombre más formados, más conscientes y, por tanto, activos a la hora de adoptar decisiones. Triunfa lo superficial, lo zafio, la mentira construida como una falsa dimensión que mueven los instintos más primarios del ser humano. Tratar de buscar culpables a la supuesta inseguridad ciudadana, como el caso de los mena, de los menores inmigrantes no acompañados, sería uno de los exponentes de lo que hablo. Vence el discurso fácil, el engaño adornado de supuestos datos estadísticos, la búsqueda de un chivo expiatorio al que podamos achacar todas nuestras frustraciones.

En paralelo a ese nuevo panorama del engaño a gran escala crece la sensación de lo vulnerable que somos a esas empresas que controlan la red, al mundo de las tecnológicas, a través de los datos que les hemos entregado gratuitamente y que ahora ellas explotan a través de algoritmos puestos al servicio de la rentabilidad, del negocio, de la pela. Y encima lo llevan a cabo gracias a nuestra donación de la intimidad, de los gustos y aficiones, de compartir hasta nuestra historia familiar. De ahí que sea cada vez más urgente volver la vista atrás, detenernos y ser conscientes de que tenemos que rearmarnos, empoderarnos y recuperar nuestra fuerza propia frente al exterior en el que hemos depositado la felicidad. Dar autoridad, influencia o conocimiento, en definitiva, a quienes hemos sido engullidos. Frente al ruido no hay otra que apostar por un silencio activo, consciente, contemplativo, que lleva a un nivel reflexivo para abordar cualquier reto que se presente. No cuesta tanto. Solo hay que ponerse en ello.