Resulta que la solución a todos nuestros problemas está en la red. Quien no esté conectado va a ser mirado por encima del hombro, porque Internet es la panacea para la humanidad. Menudas soluciones para este final del milenio, cuando sólo un 20 por ciento de la población mundial atrapa el 74 por ciento de las líneas de teléfonos. La Bolsa salta porque al parquet se deja caer una empresa virtual, es decir, sin nombres ni apellidos, pero para la que se prevén unos suculentos botines de guerra, comercial, por supuesto. Esto es increíble. Hasta ahora siempre habíamos pensado que la riqueza se generaba con la producción de bienes y servicios en favor de la gente. Resulta que no es así, o cuando menos, que los servicios van a ser capaces de mover todos los resortes humanos para alcanzar la gloria.
Llegados a este punto reconozco mi ignorancia. Y eso que en el caso de quien esto escribe las nuevas tecnología de la información deben estar a la orden del día. No entiendo nada. O quizá sí, desde el momento en el que entran en juego las claves de una parte del planeta que es la que manda romana, la que corta el bacalao, la que reparte la tarta y la que tira hacia delante. No voy a recoger el testigo de aquellos locos -que no ilusos- que en el siglo XIX destrozaban las máquinas cuando éstas, en nombre del progreso y del futuro de la humanidad, dejaban en la cuneta a millones de trabajadores y trabajadoras porque sobraban en el proceso productivo. A veces, sin embargo, aparece esa vena radical de la que no queda bien, pero que en los tiempos que corren no estaría de más que hiciéramos gala. Porque esto no hay quien lo entienda.
Que nos estén vendiendo la moto de que el futuro pasa por las líneas telefónicas es apostar bien poco por la creencia de que la persona está por encima de todo lo material. No, no. No nos engañemos. Aquí ya no creemos en el hombre ni en la mujer. Creemos en los ordenadores, las páginas web -porque si no estás en la red no existes-, la fibra óptica, la telefonía móvil y otras tantas zarandajas que se nos ofertan en el mercado del futuro como la nueva tierra prometida en los albores de un nuevo milenio. Y que esto no suene a desahogo, sino simplemente como un aviso a navegantes. Un diálogo cara a cara nunca podrá ser sustituido por un “chat” a cinco, diez o mil bandas. Un atardecer reflejado en nuestra retina jamás podrá ser comprimido en una pantalla aunque la resolución tenga todos los “píxeles” posibles para el ojo humano. La sala de un museo y las sensaciones que produzca no tendrá parangón con el recorrido en tres dimensiones realizado por una cámara web.
No se trata, no, de esconder la cabeza como los avestruces. Tampoco negar la realidad. Se trata de coger el rábano por las hojas. Es decir, darle el valor que merece cada uno de los avances técnicos que los hombres y mujeres somos capaces de crear. Darles su valor, su uso y su universalidad, por encima de que se conviertan en nuevos instrumentos para la dominación de unos hombres sobre otros, de unos países sobre otros y de unas culturas sobre otras. De qué sirve depositar todas las esperanzas en el futuro en los nuevos sectores económicos y en las nuevas formas de trabajo cuando el acceso a esos lugares está vedado para dos terceras partes de la humanidad. ¿No se trata de seguir aumentando la brecha entre unos y otros?
Lo que sucede es que en la búsqueda de nuevos caminos parece que va quedando cada vez menos gente. ¿Qué hace la escuela o la universidad por eliminar esas fronteras? ¿En qué piensan los que nos gobiernan? ¿Y cada uno de nosotros y de nosotras? ¿Es que esperamos que las soluciones lleguen únicamente desde un nivel que escapa a nuestra propia razón? Sinceramente no lo sé. Pero lo que sí sé es que en las pequeñas decisiones, en las pequeñas actitudes, en las diminutas opciones que nos quedan a la hora de entrar o no en el rumbo que nos marcan otros es donde podemos hallar nuestro espacio de libertad y de autonomía. Y mientras no nos arrebaten esas pequeñas islas, el futuro será posible.