Llámenme blando, flojeras o cobarde. Lo que quieran. A estas alturas de la película ya apenas me afecta. Nunca he llevado bien la mentira, la hipocresía, las medias verdades o las promesas que se lanzan a sabiendas de que no se cumplirán. Incluso cuando un servidor, oh pecador, ha caído en ellas. He sido testigo privilegiado de muchas de esas actitudes y comportamientos en diferentes etapas en las que estuve embarcado en la política institucional. Como también de lo contrario, ¿eh? De la generosidad, la bondad y el trabajo por el bien común. Pero ese lado oscuro en la gestión de los asuntos públicos me genera tal desasosiego que, a veces, las ramas del polarizado debate político nos impiden ver el bosque de las decisiones que afectan a la vida de la gente.
Individualismo indiferente
No resulta difícil aceptar que décadas de políticas neoliberales han socavado los fundamentos de la democracia y provocado una grave crisis política. La política se ha sometido a la lógica inmisericorde de la rentabilidad económica, reduciendo su función a la adaptación de las personas y la sociedad a las exigencias de la rentabilidad. Por otra parte, se ha fomentado un individualismo indiferente que ha conducido a muchas personas a buscar solo lo que consideran sus intereses y conveniencias. Esto es grave, puesto que se olvida la responsabilidad que tenemos hacia los demás y hacia el mundo que habitamos. Aunque suene muy fuerte, ambas dimensiones son destructivas para la vida social y para el valor humano de la política. Si trasladamos esto de lo que les hablo a algunas de las reivindicaciones que escuchamos estos días para la investidura del presidente del Gobierno de España… la suerte no está echada.
La explicación de que se hayan extendido los movimientos políticos de extrema derecha, tanto en nuestro país como en el resto de Europa y del mundo, tiene que ver con el crecimiento de la desafección hacia la vida política. Una inquina que, precisamente, viene generada por los efectos nocivos de las desigualdades sociales que han generado las políticas neoliberales y las dificultades de las instituciones políticas para afrontarlas. No olvidemos, sobre todo, sus consecuencias en las personas y familias vulnerables, empobrecidas y excluidas. De ahí que no sorprenda, por ejemplo, el importante apoyo que Vox ha cosechado en muchos de nuestros barrios olvidados.
Precisamos recuperar la política, tanto en el plano de las instituciones políticas como en el de la vida política del conjunto de la sociedad
De lo que se trata, en realidad, es de una forma de neoliberalismo autoritario que enmascara con su demagogia la pretensión de someter la vida de las personas y de la sociedad a la rentabilidad económica, con un desprecio absoluto del bien común. Y aquí los discursos se superponen entre determinadas fuerzas políticas y poderes empresariales, culturales y mediáticos. Es una realidad muy peligrosa para la convivencia social y, particularmente, para la vida de las personas y familias empobrecidas, porque desvía la atención de los problemas sociales que necesitamos afrontar.
Recuperar la política
Llegados a este punto me sumo a defender una política para la fraternidad, la de “la mejor política puesta al servicio del verdadero bien común”, tal y como la señala el papa Francisco. Porque no me negarán ustedes que precisamos recuperar la política, tanto en el plano de las instituciones políticas como en el de la vida política del conjunto de la sociedad. Una verdadera reconquista que pasa por colocar en primer lugar las necesidades y derechos de las personas y familias empobrecidas, esencia del bien común. Es el único camino para que las personas sean siempre lo primero, para el reconocimiento efectivo de la dignidad de cada persona. En la Región de Murcia, basta con ponerles rostro a las familias que se han visto privadas de las becas-comedor o las que padecen los problemas del transporte escolar o que sus hijos e hijas den clase en barracones.
Ausencia de diálogo
En la vida política, como en cualquier otro ámbito de la existencia, debe darse un diálogo auténtico y eficaz orientado a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo. Cuánto se echa en falta ese diálogo en todos los debates que tenemos sobre la mesa. Desde nuestros colectivos, pueblos y ciudades, y no digamos en la política nacional e internacional.
Se trata de asumir la responsabilidad que todas las personas tenemos en la vida social y política, colaborando a caminar hacia la justicia y la fraternidad. Un compromiso que tiene que llevarnos a romper la dinámica de la creación de enemigos y de la permanente confrontación que descalifica a los demás. Y, por supuesto, al empeño en construir un diálogo desde la diversidad para avanzar en amistad social. Esa es la vida política en la que creo, la que recupera su sentido humano y humanizador. Aquí ya no hay cobardía que valga. Es tiempo de valientes.
Ilustración | NANA PEZ
Este artículo está inspirado en la Resolución «Una política para la fraternidad», aprobada en la XIV Asamblea Geneal de la HOAC, celebrada del 12 al 15 de agosto de 2023
Un beso no consentido no es un pico. Un país o una isla en llamas son algo más que un incendio forestal accidental. Un cierre de fronteras a las personas empobrecidas es racismo puro y duro. Y si el retorno a la maldita normalidad viene acompañado de un terremoto que golpea con mayor dureza a quienes ya lo tienen difícil para sobrevivir a diario, ¿qué me dicen? ¿Es buen momento para aterrizar en la cruda realidad del presente?
Pues eso es lo que viene de atrás en este verano que toca a su fin. No nos hemos privado de nada tras la vuelta a las urnas de finales de julio. Menos mal que no caímos en la apatía ni en la pose melancólica tras la cacareada anticipación de una victoria de las derechas, sean en la versión patria o en la periférica. Todas ellas se estrellaron contra el presente de una sociedad que no es uniforme –líbreme Dios – ni analfabeta –menos mal – sino que resuelve con mucha cordura –claro está- cuando se le reta a dar un paso adelante.
Visión global
La crisis climática, el feminismo y la migración conforman esa tríada de elementos a tener en cuenta a la hora de jugarnos el presente y el futuro de estas nuestras generaciones. Negar cualquiera de ellos es caer en la cuenta de que vivimos fuera de la realidad. De que miramos hacia otra parte sin complejos, mientras nos arriesgamos a un futuro sin soporte de mantenimiento. De ahí que la agenda haya estado salpicada de noticias en ese triple frente abierto a lo largo y ancho mundo que nos circunda. Sin descartar que las prioridades ya no se circunscriben a uno u otro país, sino que las circunstancias alcanzan una dimensión global que nos empequeñecen como seres finitos.
Los ecos de la victoria de la Selección Femenina de Fútbol aún parecen resonar enmudecidos en la lontananza de lo visto y leído desde aquella fatídica noche de los exabruptos de un machirulo que nos avergonzó a todos, especialmente a quienes nos gusta ese deporte. Ya sabemos que los líos venían de antes, con plante incluido, y que solo saltó la chispa de un fuego que estaba contenido en esta como en otras parcelas de la vida. El interfecto finalmente ha arrojado la toalla y ha dimitido con la boca pequeña, aquella que no supo cerrar en su momento. Sus gestos ya han pasado a formar parte de un imaginario que va a tener más consecuencias que las puramente circunscritas al mundo del balompié y a esos hechos que van a acompañar a las campeonas del Mundial de Australia y Nueva Zelanda.
Incendios y cierre
Y qué decir de los incendios de Grecia (con el añadido de las lluvias), Hawái y Tenerife, como los de Canadá o California, que siempre están ahí. O los golpes de calor que castigan a quienes se ganan la vida en el exterior y la continua retahíla de noticias sobre récords en altas temperaturas (desde que hay registros, nos especifican) de estos meses de julio, agosto y septiembre. Casi nada. Pero claro, de cambio climático, mejor no hablar. Ni de reducir nuestros niveles de consumo (siempre asociado al mantra del maldito crecimiento), ni de la huella de carbono, ni de las energías limpias o sucias. Consumid, consumid, que el mundo se acaba es el nuevo grito de guerra.
Qué decir de la pérfida Albión, esa prepotente del Brexit, que ha dado lecciones al resto de Europa y del mundo con el cierre de fronteras y el envío a cárceles flotantes de quienes osan cruzar el Canal de la Mancha y buscarse la vida en la isla. Ni qué decir de quienes se atrevan llegar a sus aeropuertos sin permiso previo de trabajo. El Mediterráneo y otros mares del resto del mundo guardan en sus fondos las almas de millares de personas en busca de un futuro. Otras recalan en cárceles-campamentos como refugiadas o se estampan ante muros físicos o mentales de indiferencia de una parte del planeta que les dirige un mensaje para que se queden en su tierra.
Menudo retorno. ¿No les suena que estos escenarios ya los conocíamos antes de habernos ido de vacaciones? Pues eso. Que seguimos a lo nuestro.
Una vez transcurridas poco más de setenta y dos horas desde que vivimos la noche electoral quizá sea un buen momento para hacer un repaso de algunas lecciones que podemos aprender del 23J. Bien es verdad que, a menudo, olvidamos muy pronto el argumento defendido un tiempo atrás para subirnos al carro de un nuevo análisis y lanzar así una opinión que siente cátedra. Somos fieles seguidores del sesgo de retrospectiva, que no es otro que el prejuicio definido como un sesgo cognitivo que sucede cuando, una vez que se sabe lo que ha ocurrido, se tiende a modificar el recuerdo de la opinión previa a que ocurrieran los hechos en favor del resultado final. En la pandemia tuvimos tiempo de ejercerlo, pero es que desde el mismo domingo por la noche la opinión publicada (que no la opinión pública) este fenómeno se ha repetido. Sirvan estas notas para un humilde análisis de lo ocurrido.
Lección 1: Hasta el rabo, todo es toro.
La sabiduría del refranero español nos enseña que hasta el final de un hecho o acontecimiento no hay que confiarse, sino estar preparado para alguna sorpresa o imprevisto, como el torero que piensa que el astado ya ha recibido bastante castigo cuando la verdad es que puede revolverse inesperadamente y darle una cornada. Nunca hay que dar nada por hecho, nada por perdido, nada por ganado… Y, en nuestro caso, nunca hay que dar por derrotado a Pedro Sánchez, al sanchismo o como lo que quieran llamar. Eso lo sabe muy bien Mariano Rajoy, Pablo Casado, Albert Rivera, y, si me apuran, hasta Susana Díaz y Pablo Iglesias. El propio Feijóole ha visto las orejas al lobo y ya se espera a la siguiente candidata.
Lección 2: Las encuestas son solo eso, encuestas.
Y, sobre todo, nada neutrales, porque salvo raras excepciones siempre se nos ofrece una interpretación de sus resultados a partir de los datos recogidos en bruto (eso que se llama la cocina de la encuesta). Llevamos ya varias convocatorias electorales en la que nos saturan con informaciones sobre predicciones, tendencias, trackings, porcentajes, oleadas, etcétera, etcétera. ¿De qué han servido tantos y tantos gráficos sobre el reparto de escaños por bloques, partidos, coaliciones? Y, sobre todo, ¿qué interés había en dar por hecho que la victoria del PP y Vox era inevitable? ¿O que la experiencia del Gobierno de coalición había sido negativa por el apoyo de los separatistas catalanes y los filoetarras vascos? Este fenómeno demoscópico está ligado, inexorablemente, a la siguiente lección.
Lección 3: Los medios de comunicación no son neutrales.
Nunca lo han sido, desde que el mundo contemporáneo comenzó a contar la actividad comercial de las principales ciudades del capitalismo naciente a través de las hojas de avisos. Pero a veces se nos olvida y parece como si necesitásemos que alguien nos confirmase nuestras opiniones por encima de las propias intuiciones o criterios objetivos. Los grandes grupos de comunicación siempre toman partido en un escenario de confrontación política y lo hacen a través de sus programas informativos o de entretenimiento, da igual, y, desgraciadamente, por medio de sus profesionales que, salvo excepciones, son la voz de su amo. En esta campaña lo han hecho y tenemos en la mente casos muy sonados.
Lección 4: La agenda de lo que se habla no es la de los problemas cotidianos.
Unida a la anterior, podemos aprender que muchas veces hablamos sobre los temas que alguien nos marca y que, coincidirán conmigo, no tienen que ver con los graves problemas que afectan a la ciudadanía. Cogemos el “que te vote Txapote” y no debatimos sobre la precariedad, la vivienda, la falta de futuro, de las verdaderas dificultades de las familias, al menos los que se juegan en el presente y en el medio plazo. O en el ámbito de la izquierda, por ejemplo, nos enredamos en temáticas que afectan a la identidad sexual y absolutizamos las posiciones de una parte del feminismo y las convertimos en lugares excluyentes frente a otros debates en los que tendríamos que incidir en este conflicto cultural en el que nos encontramos.
Lección 5: Las ramas de la superioridad moral no deben ocultar el bosque.
O lo que debe llevarnos a ser más humildes en los análisis y en la defensa de nuestras convicciones. Si una parte de la clase obrera se siente identificada con las posiciones que defiende Vox, sin ir más lejos, como pasa con otras fuerzas de la ultraderecha europea o americana, debemos preguntarnos, cuando menos, a qué se debe este fenómeno. El conflicto cultural debe de estar en el centro de la acción política. De ahí que partidos, organizaciones sindicales y asociaciones de todo tipo que trabajan por el cambio social deben de cuidar todos aquellos aspectos que tienen que ver con la formación de la conciencia.
Lección 6: La pureza de principios puede esconder intereses personales.
Relacionada con alguna de las anteriores otra enseñanza que nos ofrece el 23J es que, a menudo, se utilizan argumentos sobre la pureza ideológica y de principios cuando, en realidad, entran en juego los factores personales que tienen que ver más con los egos, protagonismo, envidias y posiciones antagónicas que forman parte de la tradición de la izquierda. La incompatibilidad de las familias que vienen del socialismo o del comunismo, con las mezclas que en su interior han ido fraguándose a lo largo de los años, se han agudizado en estos tiempos líquidos de la inmediatez y de las redes sociales, que ofrecen una militancia que, en ocasiones, se mueve pisando poco la realidad de la calle y mucho la virtualidad de los me gusta, retuits y número de seguidores.
Lección 7: Las emociones dominan la acción política.
La movilización en las semanas previas al 23J ha sido determinante para que la ciudadanía más concienciada acudiera a votar, por encima de todo. Una movilización a la que han contribuido los sindicatos, con su apelación a que el mundo del trabajo se jugaba mucho. Al lobo neoliberal se le han visto por fin las orejas y lo que podía traer aparejada la coalición PP-Vox una vez conocidas sus posiciones mantenidas hasta ahora sobre la reforma laboral, pensiones, salarios, sanidad o educación. Si en la campaña de las municipales y autonómicas del 28 de mayo triunfaron los argumentos viscerales contra el denominado sanchismo, con los pactos con Bildu y ERC, la tolerancia a la ocupación de viviendas y el apoyo de la inmigración irregular, ahora se le ha dado la vuelta a ese mantra frente al peligro de lo que se avecinaba.
Lección 8: Las campañas electorales, a veces sirven.
Si los resultados de la campaña del 28M dieron al traste con buenos gobiernos municipales y autonómicos –con alcaldes y alcaldesas de lujo– porque el foco estuvo en otro sitio, la del 23J ha permitido enseñar que en dos semanas la tendencia de los votos puede cambiar el escenario. Al equipo de campaña de Feijóo, sin ir más lejos, aún deben de estar pitándole los oídos por no haber tenido resuelta la comunicación de crisis frente al caso del narco Marcial Dorado. O cómo afrontar la prepotencia de su candidato frente los periodistas que ejercen como tales (caso de Silvia Intxaurrondo, de TVE), o la animadversión frente a los medios públicos por la soberbia de no haber querido asistir al debate de RTVE y los ataques de miembros de su equipo de campaña a la radiotelevisión pública, como hizo González Pons. Esta presunta derecha moderada se mostró como realmente es. La campaña empezó de una manera y acabó de otra.
Lección 9: España tiene un problema territorial.
Los pactos postelectorales vuelven a traer al escenario de la actualidad y la agenda política el conflicto entre territorios que, más temprano que tarde, habrá que afrontar. Eso sí, siempre que haya madurez y altura de miras de querer trabajar por el bien común (todas las partes) y no hacer batalla de la identidad nacional por encima de todo. Cataluña y Euskadi, especialmente, deben encontrar su acomodo en un Estado federal, por ejemplo, para el que se deben sentar bases comunes de compromiso solidario en el encaje de las identidades, los sentimientos y la equidad territorial y la solidaridad en el reparto de los recursos existentes. Paradójicamente, estas semanas de calor deberían enfriar un poco los ánimos para llegar al final del verano y comienzos del otoño con los primeros acuerdos. Las opciones no son sencillas y no descarten un verdadero bloqueo, porque el PSOE no puede pagar un precio alto. Hay que escuchar mucho lo que tiene que decir el PSC de Salvador Illa.
Y Lección 10: La política es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos.
Esto es, que lo que aquí se juega afecta a toda la ciudadanía. Por lo tanto, que, una vez metidos nuestros votos en las urnas, no podemos retirarnos para que se lo jueguen todo solo unas pocas personas o grupos interesados. Los partidos o coaliciones deben impulsar la participación de la militancia y del resto de la sociedad, porque los profesionales de la cosa pública no son los únicos que deben ejercer este papel. Como tampoco de los asesores de comunicación, esos supuestos expertos y politólogos que pecan, en buena parte de los casos, de una parcialidad palmaria. Es verdad que hemos delegado en los primeros para que actúen con responsabilidad, pero el futuro también depende de que no nos retiremos a los cuarteles de invierno. De todo se aprende.
Una de las pocas imágenes que pude ver en televisión el domingo por la noche fue la salida del equipo de campaña de Feijoo, ataviado de blanco ibicenco, al balcón de la sede Génova. Tras casi dieciséis horas de jornada como apoderado en dos colegios electorales, y tras conocer los resultados, las únicas ganas que me quedaban eran para contemplar los rostros de quienes se creían vencedores desde hace meses. Me costó contener la risa al intentar seguirle el ritmo a González Pons, un superviviente del prepotente y corrupto PP valenciano, el mismo que fue el encargado de crucificar a RTVE por una entrevista en la que los periodistas ejercieron de lo único que se les pide: ser periodistas. Lo sigo un poco más que a otros porque me une que somos compañeros de la generación del 64, como Javier del Pino, Jorge Drexler, Pepa Bueno, Sandra Bullock o, sin ir más lejos, alguien que quizá les suene, Javier Lorente, el artista y colaborador de este diario.
Caras de póquer
Pues bien, como les decía, en esa aparición estelar de los primeros componentes del aparato popular dominaba el blanco nuclear, salpicado con algún gris marengo, aunque la nota del verdadero color en el desfile la puso Isabel Díaz Ayuso (no es para menos). Iba acompañada del pequeño alcalde de Madrid, con ese rojo comunidad y una fingida sorpresa cuando la aclamaban como lo que, más temprano que tarde, parece llamada a ser: aspirante a presidenta del Gobierno. El candidato a ocupar la Moncloa, también de blanco, trataba de esbozar un discurso sentido. Pero la procesión iba por dentro. Las caras de póquer, eso era lo que yo buscaba. Las caras de póquer.
Tengo que reconocerles que no sé de dónde sacan esa fortaleza quienes se dedican a la política del primer nivel para aguantar lo que aguantan. Defender con empeño una cosa y la contraria. Afirmar una decisión y desdecirse con el mismo temple a las pocas horas No quisiera ser yo una tripa suya. No les digo un corazón, o una simple emoción suya, y poder luego llegar a casa. Soltarme la camisa o la cremallera del vestido. Quedarme en pelota picada, con la desnudez frente al espejo e irme a la cama sin más.
Escrutar perfiles
Sé de lo que les hablo. Al menos de un nivel que nunca he traspasado, pero que me cuesta mucho reconocer como esa dimensión de la gente normal, la que duda, la que sufre y padece, la que se alegra y ríe también, la que pisa el suelo y no tiene una corte de falsos aduladores que dios los mantenga bien lejos.
El tiempo en un colegio electoral pasa muy rápido si vienen votantes. Si no es así, hay oportunidades para escrutar los perfiles de quienes no tienen problema en escoger sus papeletas ante la mirada indiscreta del público objetivo. Entonces llegan las sorpresas o las conclusiones del tipo de que uno debe ser ya viejo a ojos vista de esas jóvenes generaciones que escogen candidaturas del pasado como si transgredieran lo políticamente correcto. O quizá sí es por eso. Porque es lo más transgresor, lo antisistema, ante los argumentos que imponen esos adultos que se preocupan por eso del cambio climático, se empeñaron en vacunarnos y tenernos retenidos en casa y nos miran raros.
Complicarse la vida
Les confieso que esta ojeada trato de no dirigirla desde esa pretendida superioridad moral que algunos esgrimen para todo lo que les molesta. A la izquierda se le acusa de ejercerla cuando habla de la cultura, los derechos humanos, la solidaridad, la justicia o la ecología, mirando por encima del hombro. Estoy seguro de que algunos de ustedes quizá también lo hayan pensado al leer en algún momento estas columnas que, a lo largo de los años, han pretendido ser un mero reflejo de lo que acontece al cabo de la calle. Desde un lado, claro que sí, pero sin impartir doctrina. Si han pensado lanzar la acusación de ejercer esa superioridad moral a quien suscribe no se corten, háganlo. Les prometo que me lo haré ver. Sinceramente.
No les arriendo las ganancias, sin embargo, si persisten en el empeño de querer tropezar una y mil veces con los hábitos de complicarse la vida. De pretender dirigir la mirada y el esfuerzo en algo que es imposible de solucionar. Que el otro tenga que darse cuenta del error, porque siempre será a costa de creerse investido de un poder y de una razón que, a fin de cuentas, solo trae desolación y tristeza. Disfrutemos de estos días de asueto, con calor o, cosa rara, sin él, y recarguemos pilas para lo que está por llegar. Que siempre, lo queramos o no, será mejor y novedoso frente a lo que hayamos vivido.
Declaración de principios: la derecha va ganando la batalla cultural. Esto es: el relato, el discurso, el elefante en la habitación. Derogar el sanchismo, que te vote Txapote, el caradura del Falcon, los que sacan de la cárcel a violadores, los antiespañoles, los que no quieren a cazadores y taurinos, los okupas, los que indultan, quienes abren las fronteras a los indeseables… ¿Alguien da más? Esto un día y otro, y otro, y otro. Un bombardeo contínuo vivido desde hace meses en la mayoría de los informativos, las redes sociales, memes, canales de WhatsApp, programas de entretenimiento, humoristas gráficos, tertulias…
Menudos cansinos, erre que erre. Discursos simples que lanzan un gancho de derecha directamente al hígado, sin pasar por la razón. Las vísceras han pasado a ser el centro de la discusión, del entendimiento, porque del debate, nada de nada. De la razón mejor tampoco hablamos, ¡uf!, qué molesta es, si hay que calentarse la cabeza. Me vale más la propaganda, que a esa no hay que aplicarle un filtro que valga. ¿Qué me mienten? Pues me da igual. Si yo soy el primero que practico las artimañas cuando me tapo los ojos para no reconocer la realidad o niego la mayor cuando me la ponen delante.
Derecho divino
Pues sí. De todo esto va lo del domingo. Lo de las elecciones que parecen ganadas de antemano por una persona que practica el cinismo, amparado por la polarización y el enfrentamiento. Que se cree lo de la democracia a medias, cuando le interesa, y siempre y cuando la sacrosanta derecha se alce con la victoria porque ésta siempre se ha creído que el poder, el gobierno y todo lo demás lo tiene reservado por derecho divino. Cuando los pierde por la soberbia y la corrupción asegura que se los han arrebatado de manera ilegítima, o cuando es incapaz de tejer lazos para alcanzar acuerdos acusa al contrario de vender sus principios. Claro, los suyos, porque las convicciones no tienen precio y, sobre todo, coste, ¿verdad? Puede defender una cosa y la contraria, sin despeinarse. Puede subir a un barco de un narcotraficante y negarlo. Mentir y, a la vez, acusar al oponente de falsear la realidad.
Lo del próximo domingo va, sobre todo, de no caer en el fatalismo y en la melancolía. De no resignarse ante lo que, aparentemente, está perdido de antemano. No, no, mis queridos amiguitos y amiguitas. Que no nos engañen. Que, como bien saben los taurinos, y quienes fuimos educados con refranes, “hasta el rabo, todo es toro”. El propio Instituto Cervantes nos recuerda que nada debe considerarse rematado hasta que no llegue su final. Por eso, no hay que confiarse sino estar preparado para alguna sorpresa o imprevisto, como el torero que piensa que el astado ya ha recibido bastante castigo cuando la verdad es que puede revolverse inesperadamente y darle una cornada. ¿Se imaginan la cara de póquer que se le quedaría a más de uno y a más una si no se cumplen sus expectativas? Pues yo sí. ¿Y sus lloros y lamentos? Que si debería de gobernar la lista más votada, que si no sería legítimo un nuevo gobierno del felón y la vicepresidenta. Que si patatín, que si patatán.
Bombardeo de encuestas
Si en otras campañas las propuestas de medidas de gobierno eran las que parecían movilizar al personal, ahora son el bombardeo de las encuestas las que marcan el ritmo. Que si hoy he bajado tres diputados mientras que el contrario ha subido dos. Que si la derecha está a equis puntos de alcanzar la mayoría, que si gana, que si pierde… El objetivo no es otro que desmovilizar al personal, que cansar al respetable… mientras que por la puerta de atrás rascar voto tras voto. La estrategia es ruin, porque discute la esencia de la legitimidad democrática. Para ponerla en cuestión no hay límites. Si hay que sembrar la duda del voto por correo, pues se siembra. Si hay que inyectar la dosis de recuerdo del terrorismo etarra derrotado, pues se inyecta. Las víctimas y la dignidad son lo de menos. Cuando la derecha se pone, se pone a conciencia. No hay excusa que valga.
Lo que no vale, son los lamentos. Los quejíos de lo que puede venir acompañado con las papeletas que pretenden negar la realidad de los últimos años. De los avances sociales, laborales y derechos. De haber afrontado una pandemia desde una posición y no otra. De combatir la inflación con unas medidas que han pretendido paliar las consecuencias entre las personas más vulnerables. De mejorar los salarios, especialmente el mínimo para sobrevivir, o actualizar las pensiones de acuerdo a la subida del IPC. Quienes viven de una pensión o apoyan a los suyos gracias a ellas lo saben. Se trata de esto. No de las tripas. No se pierdan las caras de póquer de quienes se sienten ganadores. Voten y animen a los suyos. Aunque solo sea por el gusto de verlas el domingo por la noche.
Desconozco el hecho de si la próxima presidenta de Extremadura habrá podido dormir bien en la última semana. Los problemas de sueño son uno de los males que nos acechan en estos tiempos convulsos. El cuerpo es sabio y no entiende de atenuantes que valgan. Podemos estimularlo con productos que alguna vez funcionaron o tratar de sedarlo con relajantes varios, pero a las emociones no hay quien las detenga, ni en el mejor control dispuesto por la Benemérita. No hay quien les dé el alto sin que nuestro organismo sufra algún desajuste.
De ahí que María Guardiola, que así se llama la política extremeña, no sé si habrá podido conciliar el sueño después del espectáculo que ofreció tras jurar y perjurar que no dejaría entrar en su gobierno a quienes niegan la violencia de género o deshumanizan a los inmigrantes. Argumentos que repitió desde ese instante, y días más tarde, en su periplo por programas de televisión y entrevistas en radio y periódicos. Sólo ella sabe lo que habrá tenido que vivir hasta llegar al momento de la firma del acuerdo con los hasta entonces malos malísimos de Vox y afirmar que su palabra no es tan importante como el futuro de los extremeños. Madre mía. Por nadie pase.
Falsas seguridades
No entiendo qué demonios recorre el interior de determinadas personas que son capaces de afirmar con rotundidad una cosa y, unas horas después, defender lo contrario. Además, impertérritas, con la misma falsa seguridad para aseverar un argumento y su opuesto. ¿Tienen estómago para soportar los mensajes que sus tripas les deben estar enviando a su cerebro en esos momentos? No lo sé, la verdad. Solo me cabe considerar que, o se han sometido a una gastrectomía en toda regla o, cuando menos, a una cirugía bariátrica que en vez de reducir el buche para perder peso sirva para aminorar la vergüenza torera de un sonrojo en toda regla.
Los boomers fuimos educados en el valor de la palabra dada. Muchos recordamos a nuestros padres cuando afirmaban que un apretón de manos, un acuerdo verbal o una mirada directa a los ojos iba a misa y sellaba un pacto o un contrato. Esto es, que esas expresiones tenían igual o más fuerza que una firma en un papel. Es verdad que se le añadía, en ocasiones, una expresión sexista de que eso lo hacían los hombres que se vestían por los pies, pero siempre en el sentido del honor y la dignidad de que los que nos digan que van a cumplir sobre un determinado asunto, lo cumplan. Eso es la palabra dada… salvo causas de fuerza mayor, porque si estas se dieran siempre tratarían de solucionarlo o de hacerlo, cuando las circunstancias se lo permitiesen.
La política parece haberse convertido en una actividad donde está todo permitido. Donde no entran en juego los pareceres de otros ámbitos a la hora de establecer proposiciones
Ejemplo de lo que hablo, con la agravante de la firma incluida, lo vivimos hace dos años en la Región de Murcia cuando quienes suscribieron con su rúbrica una moción de censura -que se iba a protagonizar en el parlamento regional- se retractaron a las pocas horas. Bueno, algunas de ellas, ni a las pocas horas. Y aquí paz, y después gloria.
La política parece haberse convertido en una actividad donde está todo permitido. Donde no entran en juego los pareceres de otros ámbitos a la hora de establecer proposiciones. Se le atribuye al profesor Enrique Tierno Galván, histórico dirigente del Partido Socialista Popular (luego integrado en el PSOE), la frase de que las promesas electorales se hacen para no ser cumplidas. En realidad, lo que el entonces alcalde de Madrid le dijo a su vicealcalde Alonso Puerta (y así lo atestiguó éste) es lo siguiente: “Mire usted, Alonso, se dice que las promesas electorales se hacen para no ser cumplidas, pero yo le digo a usted que las que nosotros hicimos las cumpliremos”.
Sentir vergüenza
Por tanto, ya está bien de acogerse a una supuesta bula a la que parecen acudir personajes de esa calaña. No, no nos vale que traten de desprestigiar la política como el terreno en el que todo se permite, en el que se puede decir una cosa y la contraria sin consecuencia alguna. ¿Qué mensajes están transmitiendo con ello al resto de la sociedad? ¿Y a sus hijos? ¿O a los hijos de sus hijos?
Sinceramente, estoy seguro de que usted, como un servidor, si protagonizase situaciones como las que conocemos a diario, con promesas incumplidas, acuerdos no respetados, reiteradas mentiras y afirmaciones grandilocuentes que se desvanecen con los hechos de quienes las pronuncian, su reacción sería la de meterse en casa y no salir. La vergüenza que nos produciría incumplir la palabra dada sería la respuesta normal. Porque la mínima ética nos llevaría a reconocer que la mentira no tiene que ver con nosotros. Pues ahora, póngase a recordar aquellos casos y personas que conoce en los que no se produce esto y piense en sus estómagos.
La ilustración de Eva van Passel Gambín está basada en el juicio de Osiris. En la mitología egipcia, el alma de los difuntos pasa por un juicio antes de entrar al paraíso: su corazón, que representa sus buenas acciones, será pesado contra la pluma de la verdad, que representa los malos actos de la persona. Si la pluma pesa más que el corazón, implica que el difunto realizó más acciones inmorales que morales. Si, por el contrario, el corazón pesa más, para los egipcios esa persona fue buena en vida. Al parecer, para los egipcios las “malas hazañas” son cosas como mentir, la hipocresía o la incoherencia, más que ser “malo” en el sentido de hacer daño. El dios Anubis es el que tiene la cabeza de chacal, y Tot, el dios de la sabiduría (entre otras), el de la cabeza de ave.
Cuando Vox habla de los menas como un grupo de menores extranjeros a eliminar de nuestras ciudades y pueblos yo veo a Said, que llegó a Murcia en busca de un futuro y ahora es el responsable de una vivienda de acogida de Cáritas. Said recibe y acompaña a nuevos chavales que estudian y tratan de encontrar un empleo para enviar dinero a casa, a Marruecos, Argelia o Senegal. Veo a un ser humano que podría ser mi hijo y que, por el mero hecho de serlo, tiene dignidad y derechos, por lo menos a la vida, a una vivienda, a la educación y a un trabajo digno.
Despojar de humanidad
Cuando alguien de Vox se refiere a estos menores extranjeros no acompañados de una forma tan impersonal pretende despojarles de esa humanidad que toda persona posee de manera intrínseca. Cuando alguien alcanza un acuerdo político con Vox se embadurna de las mismas convicciones y odios que derrama este partido por doquier en sus discursos y proclamas. Por cierto, un partido que nace del seno de este que ahora lo necesita para recuperar alcaldías y gobiernos regionales.
Donde hay un ecologista Vox ve un ecolojeta. Donde hay una feminista, sea mujer u hombre, da igual, Vox ve una feminazi. Donde hay una ministra de Igualdad Vox solo ve una mujer objeto y sumisa al padre de sus hijos. Donde hay un criterio científico sobre la crisis climática, el uso de vacunas o la desigualdad social, Vox solo ve una nueva religión apoyada en la Agenda 2030.
En la columna de aciertos de quienes lanzan y difunden sus mensajes se encuentra el descontento que provoca la sinrazón de este sistema económico y social.
Eliminar al diferente, a quien se sale de lo que para Vox es la verdad y la naturaleza según sus designios, es el destino universal de quienes se sienten dueños de la razón y lo correcto. Quien le ríe las gracias, lo justifica o se apoya en sus políticas para alcanzar el poder al precio que sea es, cuando menos, cómplice de sus postulados. Todos sobramos. Todos vivimos en el engaño. No profesamos su religión, sus creencias, sus principios. Esto es fascismo. Sí, es fascismo, con todas las letras. Y quien descansa en Vox apuntala una manera de ver el mundo que excluye a quien no comulga con sus axiomas.
Robar la dignidad
En la columna de aciertos de quienes lanzan y difunden sus mensajes se encuentra el descontento que provoca la sinrazón de este sistema económico y social. Un enfado generalizado que dirige sus dardos hacia dianas que no cuestionan el sistema como tal. Es más, lo centran en el diferente: el extranjero, el rarito, los colectivos vulnerables, en la intelectualidad que genera rechazo o en quienes profesan una religión que no sea la mayoritaria (eso sí, siempre y cuando la mayoritaria no cuestione las injusticias). Para eso tienen a muchos predicadores en la COPE, telepredicadores y tertulianos por doquier. Y si les falta algún enemigo al que robarle la dignidad humana siempre les quedará Pedro Sánchez, como antes trataron de linchar a Zapatero o a Rubalcaba, incluso al propio Felipe González. De lo que se trata es de deshumanizar al rival, convertirlo en un muñeco de feria al que se le pueden lanzar todo tipo de bolas, y no de trapo, precisamente.
Invisibilizar al diferente
Ese proceso mediante el cual una persona o un grupo de personas pierde o es despojado de sus características humanas no solo está en manos de entidades como Vox. Quienes les jalean con mayor o menor intensidad las encontramos en muchas organizaciones empresariales, entre clérigos, corporaciones de derecho público y miembros de la judicatura, el Ejército o de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Cuando estamos tomando un aperitivo en una terraza o paseamos por la calle y se cruza alguna persona reclamando unas monedas y no somos capaces de mirarle a los ojos estamos invisibilizándola. La convertimos, casi sin saberlo, en bultos que deambulan por la vida con la dignidad por los suelos. Las personas empobrecidas siempre han molestado un montón. Enturbian las conversaciones, nos recuerdan que el supuesto éxito en la vida es discrecional, pero es el triunfo para clasificar al personal entre quienes lo han logrado y los que no se lo merecen. Viva la aporofobia.
Desde el mismo instante en el que descalificamos a la persona diferente, a quien no concuerda con nuestros cánones de pensamiento, religión, visión del mundo o no sigue los colores de nuestro equipo de fútbol, estamos despojándole de las únicas vestimentas que no ha necesitado comprar en este mercado limitado en el que hemos convertido a nuestro mundo. Luchar contra la deshumanización o, mejor dicho, trabajar por la humanización, se convierte en una tarea a conquistar.
Que, si no se cumplen las expectativas electorales, la razón está clara: todo se debe a problemas de comunicación. Que una pareja llega a la ruptura, pues ya se sabe qué tiene la culpa: los problemas de comunicación. Que en una organización afloran las tensiones entre la dirección y las personas subordinadas, entre la dirección misma o las propias subordinadas entre ellas, todo se debe a lo mismo: a los consabidos problemas de… comunicación. Faltaría más. Este argumento repetido como un mantra lo he oído en infinidad de ocasiones, convocatoria tras convocatoria, ruptura de noviazgos o matrimonios y crisis organizacionales en empresas, asociaciones o entidades de diverso signo.
Maldita tesis
Recurrir a esta explicación es una de las fórmulas más utilizadas cuando no se quiere analizar en serio las causas que provocan las derrotas en unos comicios, la separación entre quienes comparten durante un tiempo una relación afectiva o las desavenencias en una organización cualquiera. Maldita tesis a la que se abonan supuestos expertos en comunicación política, terapeutas de andar por casa o consultores, coach o entrenadores de lo ajeno. Esos gurús del análisis consiguen hilvanar al principio una serie de ideas que embaucan a las personas afectadas por los resultados de esas expectativas no cumplidas, de las quiebras relacionales en el mundo de los afectos o como miembros de la institución dañada. Las primeras veces parece que dan en el clavo a la hora de explicar las causas de que se trate. Pero cuando se repiten una y otra vez demuestran la pobreza del argumentario esgrimido. Ya les vale.
La excusa de presuntos problemas de comunicación que expliquen unos resultados electorales u otros esconde, a menudo, la falta de verdaderos liderazgos personales y programáticos
Las razones que explican este tipo de comportamientos vienen avaladas por una realidad que no se puede eludir. De una parte, por el bombardeo de mensajes que llegan desde todos los frentes. De otra, por los innumerables artilugios que nos hemos dotado para impedir una economía de la atención que facilite la absorción de hechos, noticias, conceptos, ideas y acontecimientos para su análisis sosegado y que permita colocar cada cosa en su sitio. La razón ha sido vencida, en buena medida, por la pasión, los mensajes simplistas, la fuerza de las emociones (especialmente aquellas que emergen desde las tripas) y los prejuicios convertidos en máximas que no escondan un escenario tal y como queremos verlo. Y entenderlo. El que nos anestesie y genere el mínimo conflicto posible.
Vayamos, sin embargo, a esas parcelas de lo concreto. La excusa de esos presuntos problemas de comunicación que expliquen unos resultados electorales u otros esconde, a menudo, la falta de verdaderos liderazgos personales y programáticos. Por encima de los análisis simplistas cargados de una supuesta superioridad moral que no se corresponden con los verdaderos problemas del común de los mortales quedan, sin embargo, la ausencia de análisis y la corrección de comportamientos que se repiten sin solución de continuidad. En el fondo, lo que se quiere eludir es un enfrentamiento directo con las carencias personales y partidarias que anidan entre quienes concurren a esos procesos. Lo cómodo es hacer siempre lo mismo, mantener los espacios de confort, frente a los desafíos que generan incertidumbre. Las personas valientes escasean en este ámbito de la política. Predominan, desgraciadamente, las cobardes, las hipócritas. Las que buscan acomodo.
Mantener la distancia
Es el mismo destino de quienes no se la juegan en sus relaciones personales. De las que prefieren mantenerse en la monotonía frente a trabajarse en la intimidad del silencio, de la escucha y de la mirada desde una cierta distancia que incomoda. Esgrimir las razones de esos problemas de comunicación en las relaciones interpersonales solo tendría razón de ser cuando alguna de las partes no quiera asumir las riendas de su vida. Al final, sin embargo, de lo que se trataría es de eludir o no los compromisos adquiridos, la palabra dada, el empeño conjunto en ampliar la mirada y la responsabilidad en un camino iniciado juntos.
Y qué decir a la hora de abordar lo que surge en el seno de las organizaciones. Más que de comunicación estaríamos hablando de abordar la asunción de tareas y cometidos para garantizar el bien común. Se trata de compartir objetivos, interiorizarlos y poner el empeño en el logro de medidas y actuaciones que lleven al puerto que se ha fijado la entidad en cuestión. Ahí entran de lleno los factores personales de cada quien y de cada cual, sin dejar a nadie al margen, y aunando voluntades para alcanzar el logro desde las expectativas puestas sobre la mesa. De unos intereses que no son excluyentes, sino que permiten adecuarse a los fines compartidos.
Por tanto, en todos esos supuestos, la comunicación vendrá como un elemento que se suma a los que ya surgen a cada instante. Es un factor que adiciona al resto de los que entran en el juego, ya sea electoral, afectivo o, simplemente, organizacional. Sin ir más lejos.
Mentiría si les dijera que no me afectó la pasada campaña electoral. Por bronca y por no aterrizar en los verdaderos asuntos que afectan a las ciudades y regiones. Ni qué decir los resultados en determinados municipios y comunidades autónomas. Ya les confesé hace un par de semanas que me sentía extraño en medio de este espectáculo político en el que vivimos desde hace unos meses. Que no somos tontos, oiga. Por diversas razones que no vienen al caso intuía que este ciclo iba a pasar factura a la gestión de ayuntamientos y gobiernos autonómicos por los que siento una especial sintonía. Pero eso sí, de las noches electorales ya descubrí hace tiempo (como de cualquier dimensión de la vida) que las enseñanzas que debemos aprender tienen que ver con lo que uno ha hecho. Y que hay que hacerlo con la valentía necesaria para reconocer cuanto antes dónde están los errores con el fin de tratar de enmendarlos. De ello de nada sirve esconder la cabeza o esparcir responsabilidades a diestra (las habituales) y siniestra (las menos).
Respuesta primaria
De las muchas lecciones que podemos aprender de las circunstancias adversas hay una que me cuesta especialmente gestionar. Es la que tiene que ver con esa sensación interna de molestia, enojo, irritabilidad, fastidio o indignación a causa de la sensación que provoca una situación de desprecio u ofensa. También de injusticia o contrariedad ante una expectativa no cumplida. Hablo de la rabia como emoción que emana de una forma visible de nuestro ser, como expresión de que algo no estamos gestionando de manera adecuada. Es ese mecanismo de respuesta primaria que poseemos los seres humanos como reacción al desprecio individual o colectivo ante un hecho que, aparentemente, no tiene por qué llevar aparejada una réplica que resulte satisfactoria.
No me negarán el hecho de que cuando experimentamos esa emoción nos encontramos a pie de pista, en primera línea de una carrera a punto de comenzar. El punto de mira lo tenemos activado hacia una meta con el fin de restablecer un territorio que consideramos perdido de antemano gracias a la fuerza y a una resistencia envidiable.
Cauces desbordados
En ese camino de restitución de lo extraviado o lo dejado escapar se configuran una serie de respuestas a esa emoción frente a las que podemos situarnos de desigual forma: no expresarla nunca, hacerlo habitualmente o ejercer un control sobre ella. En este último caso, decidir si se muestra o no. De esa tríada de reacciones, la primera es, a mi juicio, la peor. Es la que vivimos a diario cuando nos reprimimos de tal manera que nuestro cuerpo nos pasa factura cual acreedor cansado del engaño de la persona mal pagadora.
Hay que saber pisar el freno y el embrague, cambiar de marcha y mantener el pie en el acelerador para presionarlo cuando el momento lo permita se convierte en la mejor práctica de supervivencia en los recorridos vitales.
La energía que se moviliza no encuentra vía alguna de canalización. Es lo que sucede con esas ramblas invadidas por la construcción en nuestras ciudades que, cuando llegan unas simples lluvias, no hay conductor atrevido que las cruce. Pues aquí nos enfrentamos a esos desbordamientos de cauces sentimentales que arrasan con todo lo que se les pone por delante. Esa supresión nos permite, de manera aparente, llevar una vida considerada como normal, pero las consecuencias están ahí y las conocemos bien.
Equilibrio necesario
Bien es verdad que expresar de manera habitual la ira, por el contrario, resulta más que saludable para el organismo, pero, a nivel social, las repercusiones son negativas en las relaciones de la persona. El equilibrio es necesario porque una expresión desmedida de esa rabia puede conducirnos a la toxicidad y a derramar, por tanto, toda esa bilis generada en el ámbito de los intercambios sociales, y por ende, humanos. De ahí que el control de esta emoción aporta la madurez y las vitaminas necesarias para gestionar el alimento que nuestro cuerpo precisa para afrontar cualquier circunstancia que se nos presente. La vida no es una línea continua, por mucho que nos empeñemos, sino que en el trayecto aparecen continuos cambios de rasante, intersecciones, líneas continuas y pasos de cebra. Saber pisar el freno y el embrague, cambiar de marcha y mantener el pie en el acelerador para presionarlo cuando el momento lo permita se convierte en la mejor práctica de supervivencia en los recorridos vitales.
Fue un miércoles y el escenario no podía ser otro mejor que la Puerta del Sol madrileña. Frente al edificio que ahora ocupa la futura candidata de la derecha española se ubicaba un escenario de la Plataforma Cívica por la Salida de la España de la OTAN. Desde los balcones del hotel París, en la parte oriental de la plaza, podía verse a los dirigentes de la Coordinadora Estatal de Organizaciones Pacifistas (CEOP). Ambas entidades fueron las que aglutinaron los deseos de paz y distensión que anidaba en los miles de personas que esa anoche acudimos a celebrar el triunfo del no a permanecer en la Alianza Atlántica. Mientras conocíamos los resultados bebíamos sin control aquellas botellas de champaña barato que descorchábamos sin adivinar lo que nos venía encima. O más bien sin querer llegar a creer lo que intuíamos.
Esa mañana yo había votado en un colegio público del barrio de Usera. La conversación de dos mujeres mayores que iban delante de mí ya aventuraba lo que iba a ocurrir. Citaban las palabras de la entonces líder de las tardes de la radio española, Encarna Sánchez, quien cuestionaba a los supuestos españoles que no quieren la protección militar de los Estados Unidos y sin embargo estaban encantados con las hamburguesas y las coca colas. Ay, Dios mío, que el mensaje ha calado, pensaba yo antes de depositar la papeleta. Entre las homilías de Directamente Encarna y la entrevista de esa semana a Felipe González en la que se preguntaba quién iba a gestionar una posible victoria del no para abandonar la OTAN, las cartas estaban sobre la mesa.
Por cierto, en esa campaña la derecha de entonces, como la de ahora, demostró su falta de sentido de Estado y de convicciones pidiendo la abstención en el referéndum. Es que ni el Manuel Fraga de entonces, ni los José María Aznar, Mariano Rajoy o Pablo Casado que sucedieron al exministro franquista -y no digamos el Núñez Feijoo de ahora- han sido capaces de tener una mirada de altura ya sea frente al fin del terrorismo etarra, la crisis de 2008, el debate territorial del independentismo o la pandemia. En la Alianza Popular de entonces, como en el actual PP, siempre ha primado el más puro interés electoralista y destructivo del adversario político, cuyo origen está en la creencia de que el poder y el gobierno siempre están reservados por derecho divino para la derecha. En ese contexto, la derecha española no era consecuente con sus postulados, y todo con tal de hacer daño a Felipe González y al PSOE de la época.
Imagen tomada de la web de ABC.
Pero volvamos a esa noche del 12 de marzo de 1986. Quienes habíamos formado parte del movimiento anti-OTAN no queríamos escuchar los resultados del voto por comunidades autónomas, a excepción de los de Canarias, el País Vasco, Cataluña y Navarra. En ellas ganaba el no, y la euforia iba acompañada de la apertura de más botellas de champaña barato. Mientras tanto, en las restantes, los resultados se decantaban por el voto afirmativo promovido por el Ejecutivo socialista con aquellas tres consideraciones para seguir en la Alianza: la no incorporación a la estructura militar integrada; la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares, y la reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos en España. Casi nada. Éramos muy jóvenes e ingenuos. Como ahora. Recuerdo que me dirigí a una de las cabinas telefónicas de la plaza y llamé a casa, a Yecla. Había ganado el no por un escaso margen de votos. Nueva botella y nuevos brindis.
Y en esas que un grupo de fotógrafos y de cámaras de televisión se arremolinan en torno a un grupo de personas que mantenían la sonrisa pese a la desolación que se avecinaba. Entre aquellos rostros iluminados por los flases y los focos estaba Antonio Gala. Era el portavoz de la Plataforma Cívica. Y allí que me dirigí desinhibido por el nivel etílico causado por aquella bebida espumosa que hasta entonces solo probaba en la Nochevieja.
Don Antonio, don Antonio, suba el ánimo que estamos muy orgullosos de usted, le espeté al insigne intelectual comprometido con el pacifismo. Creo, sinceramente, que no salió de su asombro cuando le estampé un par de besos en sus mejillas en señal de reconocimiento y cariño. Unos besos que siempre he mantenido vivos en el recuerdo de una noche en la que nos dimos de bruces con la realidad. Como a la que en más ocasiones nos hemos enfrentado en esta larga noche neoliberal que atravesamos. Don Antonio, descanse en paz.
Me siento raro. El momento presente es otro después de casi quince años de haber formado parte de los dispositivos comunes en las campañas electorales. Eran semanas vividas con intensidad e incertidumbre, de escrutar las encuestas y las tendencias de voto, de revisar los lemas, eslóganes, cuñas de radio y spot de televisión, analizar tendencias en redes sociales, la respuesta en mítines o mercados y programar agendas del día a día de candidatos y encuentros sectoriales. La tensión que nace del conflicto en la confección de listas, la planificación de estrategias y el diseño de acciones comunicativas que traen, al fin y a la postre, unos resultados u otros, ha dado paso a sentirme un espectador más del teatro partidista en el que se desarrolla esta parte de la política.
Visión amplia
Al estar ubicado en otro espacio y en otra parte, la de la ciudadanía, el lugar del común de las personas, la visión se amplía hasta el punto de comprobar que la realidad ofrece otra mirada distinta a la de quienes se hayan embarcados en esa operación –muchas veces enloquecida- de caza y captura para arañar votos y quitárselos al rival. Es la mirada del público que cada día trata de entender lo que está pasando, que trabaja y descansa, ríe y llora, disfruta y sufre una y mil veces. Porque de eso se trata, de construir una existencia repleta de matices, de ilusiones y esperanzas, de hacer frente a las adversidades que se presentan de muy diversas formas. De ejercer un derecho a elegir a quienes nos representan en municipios y comunidades autónomas, instituciones creadas para el bien común. Y reclamar que se nos tome en serio.
Hay personas que se creen muy listas. En realidad, son pillas, ya que parten de la base de que la ciudadanía es tonta. Que juegan con la ingenuidad o la bondad innata del ser humano para tratar de alcanzar objetivos innobles. El engaño, la mentira, la falsedad, la trampa o las artimañas no entran en este juego. Porque sí, nos jugamos mucho en cualquier proceso electoral. Máxime en el que tenemos a la vuelta de la esquina, que afecta a los gobiernos de trece de las diecisiete comunidades autónomas y a más de ocho mil ayuntamientos repartidos por toda la geografía nacional. Nos referimos a la política institucional más cercana a la gente, la que decide políticas con las que las familias puedan disfrutar de un nivel de vida digno y servicios públicos de calidad. Que permita luchar contra la desigualdad y el empobrecimiento desde la centralidad del trabajo decente, así como conseguir una educación y una formación pública de calidad.
Lugares habitables
Hablamos de contar con las aportaciones en todos los ámbitos de desarrollo (investigación tecnología, educación, sanidad…) para crear una sociedad más ética y comprometida, al igual que hacer posibles políticas que reviertan la situación de la España vaciada y desarrollar las medidas legislativas aprobadas que faciliten los derechos y la inclusión social de las personas y colectivos más vulnerables. Como hacer de nuestras ciudades y pueblos lugares habitables para las personas, cuidando el medio ambiente y la casa común.
Y para todo ello contamos con muchas pequeñas personas que, con pequeñas decisiones, con pequeños gestos de gratuidad y entrega al servicio público, hacen cosas muy grandes. Son esas concejalas, esos concejales, diputados y parlamentarias que se toman en serio su trabajo, por el bien común, frente a quienes solo lo hacen por intereses ocultos de minorías privilegiadas que buscan el beneficio propio. Y no solo ellas, porque en este empeño debemos estar todos y todas, allí donde vivamos. Con el fondo de nuestros barrios, pueblos y ciudades.
Promesas vacías
Por eso comprenderán que, cuando hay quienes quieren convertir la política en un espectáculo con la descalificación, el insulto y la crispación, les lancemos una serie de preguntas: ¿No tenéis nada mejor que hacer? ¿Es que vuestro mejor proyecto solo pasa por culpar a los otros de lo que hacen? ¿Es que no os dais cuenta de que las ocurrencias de última hora o las promesas vacías de contenido son la muestra de la poca seriedad que le dais a la política? En definitiva, ¿es que os habéis creído que somos tontos? Pues no. Pasen de largo.
Algo falla en nuestra sociedad cuando somos capaces de conmovernos por la muerte de nuestro perro o nuestro gato, o hasta incluso dedicar un día de luto oficial en un municipio por el asesinato de un can, pero apenas nos afectan los fallecimientos en el lugar de trabajo o camino al curro. Válgame el Señor que sé lo que se siente ante la muerte de un animal querido, pero también conozco en primera persona el dolor y la tragedia que acarrean un accidente laboral. Cuando menos, la quiebra de un proyecto de vida, amén de un camino repleto de obstáculos burocráticos, entre Inspección de Trabajo, mutuas, Seguridad Social y juzgados.
Frías estadísticas
La plataforma Iglesia por el Trabajo Decente ha puesto el dedo en la llaga al presentar los datos que apuntan a que en el año 2022 se produjeron en España 1.196.425 accidentes laborales, 631.724 causaron baja, y de ellas, 4.714 fueron consideradas graves y 826 mortales. Estos datos sólo reflejan una parte de la siniestralidad laboral en nuestro país, pues lo que aquí no se recoge es lo que sucede a quienes se encuentran en la economía sumergida, ni de quienes trabajan sin contrato o se les paga en negro, ni a quienes no se les ha diagnosticado una enfermedad laboral porque no se especifica su origen, o sus patologías no son reconocidas como tales o los profesionales desconocen los procedimientos para calificarla como laboral. De ahí que se pueda afirmar que esta situación es más grave que lo que nos dicen las estadísticas, y más aún si extendemos nuestra mirada al mundo donde se calcula que en el año 2020 murieron 2,7 millones de personas por accidente o enfermedades laborales.
Al ser el trabajo una “actividad humana”, toda idea del trabajo debe implicar una concepción propia del ser humano.
Es un drama difícil de comprender que en el pasado año 2022 se hayan ocasionado en nuestra Región de Murcia 43.182 accidentes laborales, de los cuales 21.132 han causado baja, y, de ellos, 51 han sido accidentes mortales, 20 más que el año anterior, el 2021, en el que fueron 31 personas las fallecidas por accidente laboral. Medio centenar de personas, medio centenar de familias, medio centenar de vidas rotas, a las que hay que sumar todo el entorno de relaciones humanas afectadas.
Preocupación política
A estas alturas, parece una verdad de Perogrullo afirmar que el trabajo es para la vida y este sistema, con su lógica economicista, separa el trabajo de la persona, la despoja de su esencia y capacidad creadora y de su propio ser. Este amado sistema construye precariedad, inseguridad y somete al trabajador y a la trabajadora a largas jornadas laborales, a altos ritmos de producción y le priva del merecido descanso. Las secuelas no son solo personales y familiares, sino también sociales pues inciden en la convivencia y en las relaciones, convirtiéndose así en un problema político que requiere una respuesta también política. Pero, lamentablemente, ni en la campaña electoral que se nos avecina, ni en la que vendrá a final de año, aparecerá la siniestralidad laboral entre las preocupaciones de nuestros responsables políticos.
Al ser el trabajo una “actividad humana”, toda idea del trabajo debe implicar una concepción propia del ser humano. Por lo tanto, además de garantizar su seguridad y salud, a los trabajadores y trabajadoras no se les debe despersonalizar de su componente humano y espiritual -ni en lo personal, ni en lo familiar, ni en lo social- cuando ejercen su trabajo. Buscar la rentabilidad económica como el valor supremo y objetivo fundamental es un gran error y, visto desde un sentido trascendente, un pecado. De ahí que, una sociedad que no defienda que la persona y su dignidad es lo primero, es una sociedad deshumanizada que ya ha quedado empobrecida, aunque aumente su riqueza material.
Valor del trabajo
Y como nos ha recordado la Pastoral del Trabajo, debemos repensar en profundidad el verdadero sentido y valor del trabajo: el trabajo con amor. Urge tomar conciencia clara de esto porque, si no lo hacemos, esta sociedad tan materialista y cada vez más rápida, puede reducir a la persona a ser un mero instrumento de producción y consumo atrapado en una cultura de satisfacción y goce inmediato.
No dejemos de lado el hecho de que el síntoma más trágico de la precariedad y la falta de respeto a la salud de las personas trabajadoras es que sigamos sufriendo en nuestro país más de dos muertes diarias por accidente laboral. Cuando lleguemos a conmovernos (y movilizarnos) por un accidente laboral como por un caso de violencia machista habremos despertado de un letargo invernal que se prolonga en el tiempo.
Vaya por delante el reconocimiento de la distancia generacional que ya me separa de adolescentes y jóvenes. Que cuando escuchaba a mis hijos la expresión que encabeza estas letras como respuesta a alguno de los interrogatorios a los que tratamos de someterlos había algo en mi interior que se estremecía. Sí, con mala conciencia, porque debía despertarles algo que agudizaba más esa brecha generacional que siempre existe entre padres y prole. Cuando ya estoy a punto de alcanzar la tercera temporada de Merlí, la serie creada por Héctor Lozano y dirigida por Eduardo Cortés, entiendo mejor de dónde procede esa expresión que, en boca de esos chicos y chicas, reproduce un hastío hacia lo peripatético del mundo adulto. Lo más gracioso del asunto es que he llegado hasta esta serie un poco tarde y, manda huevos, por invitación del pequeño de mis vástagos, “porque creo que os va a gustar”, nos dijo hace unas semanas.
Y vaya que nos está gustando, sobre todo porque no tuve la suerte en mi Bachillerato de contar con una profesora que nos hiciera amar la filosofía para entender los grandes problemas existenciales que, como futuros boomers, nos armara nuestra estructura mental o, cuando menos, simplemente vital. Pero sin melancolía alguna, y con permiso o sin él, me apropio de ese grito de flojera que nos lanzan a los mayores esas jóvenes promesas que vienen pisando fuerte.
Victimismo fraudulento
Qué pereza, es verdad, resulta escuchar cada día a quienes niegan lo evidente de las consecuencias del cambio climático. Que ya no podemos esperar más. Que no hay tiempo para seguir demorando un alto en el camino de la destrucción de nuestros recursos naturales. Que Doñaña se seca, como el Mar Menor se muere, son la evidencia palpable de la esquilmación de nuestro territorio. Que los procesos son prácticamente irreversibles. Que la sequía ha llegado para quedarse. Que no valen ya los discursos del Agua para todos, entendidos como la expresión más palpable de un nacionalismo hídrico que ha servido en algunos territorios para pescar votos, aderezados con arengas de un victimismo fraudulento y cobarde en el que aún se amparan ciertas voces para esconder el fracaso de su gestión. O, lo que es más grave, con la defensa de los intereses de la agroindustria depredadora o el urbanismo y el turismo salvajes.
El ser humano tropieza dos y mil veces con la misma piedra de la ignorancia, sobre todo en sociedades como la murciana, cuando ya no hay manera de justificar lo injustificable
Qué pereza da, es verdad, encontrarse con el discurso de quien fuera durante casi veinte años un todopoderoso presidente regional al argumentar -por cierto, y para rizar el rizo de lo absurdo, a través de quien era su valedor mediático y asesor de prensa que ha estado a punto de sufrir una hernia por el tremendo esfuerzo de ejercer el periodismo independiente y crítico del que hace gala a la vez- que todo era pensando en el bien común. Vamos, ¿de verdad siguen pensando que nos chupamos el dedo? Un poco de pudor, por favor. Pero si el argumento de que el agua de los ríos se pierde en el mar no va a ninguna parte, por muy poderosa imagen que se trate de llevar al imaginario de la gente. No es de recibo, sinceramente, que queden impunes quienes han defendido (y más grave aún, lo siguen haciendo) mensajes como esos.
Pero como el ser humano tropieza dos y mil veces con la misma piedra de la ignorancia, en sociedades como la murciana cuando ya no hay manera de justificar lo injustificable, pues se saca el tema del agua, y otra vez está el lío montado. Como no nos quieren, pues a repartir pitos y pelotas, fotografiarnos en las procesiones y buscar enemigos fuera. Porque de eso se trata, de que vuelva a triunfar la ignorancia, que para eso vivimos en la mejor tierra del mundo.
Proyectos de saldo
Qué pereza da toparse con las palabras vacías de quienes aseguran promesas de mundos idílicos en nuestras ciudades y pueblos, de aquellos que venden proyectos a precios de saldo, de anuncios y más anuncios de estrategias, planes, marcas y habilidades en tiempo electoral. Menuda pereza da contemplar a quienes deambulan con principios que acaban en el momento de justificar lo injustificable. O el hastío que produce reconocer el fracaso ante una cultura dominante que cala hasta lo más profundo del ser humano.
Pero eso sí, señoras y señores, la verdadera pereza es la que sentirán en algún momento quienes hoy se sonríen cuando llegue el día -que llegará- en el que nos cansemos del desafecto y de la dejadez por las cosas que se deben hacer. Será el momento en el que cogeremos las riendas frente a esa falta de voluntad y esfuerzo. Sin cejar en el empeño. Vamos, que ya llega ese tiempo. A por ellos.
No hace falta sacar los santos, vírgenes y cristos a las calles para revivir los acontecimientos que rodearon la delación, el secuestro, la detención, la tortura, las acusaciones falsas, el engaño, la traición de sus amigos y la desolación en cruz de aquel galileo, desnudo, ultrajado y reducido a un despojo. Esas experiencias las tenemos cada día muy presentes en cualquier parte del planeta. Corderos llevados al matadero por su compromiso político o sindical, pero silenciados en la noria de las vanidades informativas. Traicionados, raptados y sometidos a toda clase de vejaciones. Da igual el credo que profesen, la nacionalidad que aparezca en sus pasaportes o el color de su piel, porque de lo que se trata es de aniquilar la dignidad y el respeto por el ser humano, al precio que sea.
Fariseos y saduceos de antaño
Podemos narrar la emoción por un manto bordado, una imagen inanimada, los sones de una saeta o el ritmo de una marcha procesional. Nos permitimos atiborrar de flores o velas un trono, cargar un paso como si nos fuera la vida en ello y acompañar a militares en tono marcial como si escoltasen a un malhechor cuando en realidad ese personaje es reo de muerte camino del patíbulo por atreverse a transgredir el poder religioso, político y económico de la época. Sus protagonistas de antaño son los mismos fariseos y saduceos, sepulcros blanqueados o invasores de Palestina que hoy pretenden edulcorar sus vidas e historias con una presunta muestra de golpes de pecho sin entonar el mea culpa.
Mientras hay quienes se pelean por un puesto en la comitiva de la procesión o en la fila de estantes, esos mismos son capaces de mirar hacia otro lado ante las muertes de miles de personas que cruzan cualquiera de los estrechos y fronteras en busca de un futuro mejor. Aquellos que alimentan los fondos de los mares de la sinrazón. De las gentes que huyen de guerras, de hambrunas o sufren persecución política. ¡Ay de aquellos que se muestran orgullosos de lucir túnicas, escapularios y capuchas mientras rechazan que en su barrio ubiquen un centro de rehabilitación de personas toxicómanas! Esa mirada ante el nazareno no parece que sea la de quien lucha cada día una batalla contra la desigualdad y el mal fario asociado a la pobreza. De quien se deja la piel por llevar comida y un futuro a casa, amén de una salida digna de la precariedad y la exclusión. Esas víctimas que no cuentan para otra cosa que no sea la suma de números sin rostro y completar la sucesión de frías estadísticas de crecimiento económico sin alma que valga.
¡Ay de aquellos sumos sacerdotes de una nueva religión laica en la que todo vale, especialmente las posiciones autoritarias y populistas!
¡Y ay de vosotros que sois capaces de acompañar un trono en el que se muestra la imagen doliente de un venerado hombre al que trataron de arrebatarle su dignidad, cuando en la vida cotidiana practicáis la corrupción en todas sus formas! Ejercen la podredumbre moral quienes arrebatan al débil lo que pueden, los que defraudan a manos llenas y se jactan de ello, los que no son capaces de mantener su palabra frente a las tentaciones del poder o de servirse de una posición de privilegio para actuar con total impunidad. Son los sumos sacerdotes de una nueva religión laica en la que todo vale, especialmente las posiciones autoritarias y populistas que sitúan la mirada por encima de los hombros del resto de los mortales. Y lo hacen porque parecen haber sido educados para ello. Es la descomposición extrema de los que, amparados en una supuesta altura moral, tratan de dar lecciones a propios y extraños.
Mujeres valientes
Y en esta exaltación de cruces y estandartes por las calles dónde quedan, además, aquellas mujeres que no faltaron en su momento a estar en primera línea junto al derrotado, al vencido, al machacado en cruz. Las que no tuvieron miedo, ni se escondieron. Las que no renegaron de aquel que era feliz cuando le acompañaban en su camino. Esas mujeres a las que, tanto entonces como dos mil años después, el patriarcado clerical sigue colocando en segundo plano de la escena de una Iglesia que tiene miedo de quedarse sola en medio del mundo. Temor a la pérdida de un protagonismo mesiánico que no esconde otra cosa que la inmadurez personal de quienes defienden a ultranza las posiciones de privilegio alcanzadas a lo largo de los siglos. Pasión y muerte están aquí, junto a nosotros. Solo tenemos que contemplarlas. Sin sucedáneos. Al cabo de la calle.
En el carrusel de las expectativas, los deseos no cumplidos, los gestos aparentemente altruistas y las miradas furtivas se entremezclan, estos días, toda una troupe de bienintencionados seres que aspiran a ser elegidos de entre la masa para convertirse en representantes de no se sabe muy bien qué. Apuestan por subirse al escenario para convertirse en pléyade que se conforma en ser reconocida por la calle, en una pantalla o en el timeline que arranca estas semanas y que culminará dentro de cuatro años. Se lo han jugado todo, incluso lo que no poseen. Esto es, la simple dignidad de la derrota tras derrota en sus carnes.
Imaginen la escena, cual apóstoles en la comida de traición previa a la detención y posterior condena del Crucificado. El ¿acaso soy yo, señor? de la felonía se extrapola estos días al ¿estaré yo, señor (o señora) en las listas? Con lo que yo valgo, con lo que yo me he jugado, con lo que podría dar al partido, a la candidatura, a vuecencia… Esto se merece algo más que unas buenas palabras, que unas palmaditas en la espalda y un hasta luego, Lucas y otra vez será. Que no, que no. Que no es por ser más que nadie, que es por prestar un servicio, una entrega desinteresada, una generosidad sin límites, un altruismo insaciable… En definitiva, que aquí estoy yo porque lo valgo, y cómo es posible que hasta ahora nadie se haya dado cuenta, que no haya sido escogido por ese dedo salvífico ante la mediocridad existente.
Tiempo de incertidumbre
Este es un período de incertidumbre, de dudas, de anhelos, de ansiedades y desvelos. Es un tiempo de ensoñaciones, de proyectos, de cuentos de la lechera. Son instantes de gloria para quienes tienen la sartén por el mango a la hora de escoger a quienes completarán candidaturas, bajo un halo de santidad que ni el más beatífico de los mortales es capaz de alcanzar. Es tiempo de fugas y entregas, de infidelidades, de amores interesados, de compra de voluntades, de exacerbar, de irritar, de causar enfados y enojos por doquier. Porque muchas son las llamadas… y pocas las que traen buenas noticias.
Arden teléfonos, tiemblan los grupos de WhatsApp, abundan los cafés, comidas, cenas y demás contubernios a la espera del anuncio soñado. Proliferan los cotilleos, los dimes y diretes, los debates, polémicas y controversias. Que si yo me lo merezco más, que si con lo que yo me he sacrificado, que si con lo que yo he traicionado por la causa, con los desvelos que he tenido por el partido… y así me lo pagan. Se trata de pensamientos que anteceden a las decisiones salomónicas de los prohombres, y que preparan la mente y el cuerpo para encajar lo inevitable… si llega. Porque ya volverán las oscuras golondrinas de unos nuevos comicios a sus urnas posar, y llegarán entonces nuevos instantes de vacilación y perplejidad.
Era de las traiciones
Es la estación de los amores interesados, de la cooptación de voluntades, de la apropiación de ideas y proyectos, de opiniones inusitadas, de esas que nunca se han utilizado para algo más que presumir de ellas. Es la era de las traiciones, de las puñaladas por la espalda, del si te he visto no me acuerdo, de cuándo he prometido yo algo, venga ya. Del reproche y la venganza, que se sirve incluso en plato frío y sin fecha de caducidad. Incluso es tiempo frugal de los impactos frontales, porque mirar a los ojos para comunicar decisiones no es costumbre a la hora de poner en práctica la asertividad.
Aún restan momentos de tempestad antes de que llegue la calma. La agitación es palpable. Las arritmias, amenazantes. El estómago se revuelve como un torbellino y las jaquecas anidan una tras otra a la espera de la solución final. Todo llega. Se lo dice uno que las vivió en otras épocas. Tan lejanas que ni se añoran, ni se desean para nadie. Ahí quedó todo. Tropezar cien veces en la misma piedra es un privilegio que los humanos nos permitimos con todas sus consecuencias. ¡Oh, tiempos preelectorales! P’a habernos matao.
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