Fue un miércoles y el escenario no podía ser otro mejor que la Puerta del Sol madrileña. Frente al edificio que ahora ocupa la futura candidata de la derecha española se ubicaba un escenario de la Plataforma Cívica por la Salida de la España de la OTAN. Desde los balcones del hotel París, en la parte oriental de la plaza, podía verse a los dirigentes de la Coordinadora Estatal de Organizaciones Pacifistas (CEOP). Ambas entidades fueron las que aglutinaron los deseos de paz y distensión que anidaba en los miles de personas que esa anoche acudimos a celebrar el triunfo del no a permanecer en la Alianza Atlántica. Mientras conocíamos los resultados bebíamos sin control aquellas botellas de champaña barato que descorchábamos sin adivinar lo que nos venía encima. O más bien sin querer llegar a creer lo que intuíamos.
Esa mañana yo había votado en un colegio público del barrio de Usera. La conversación de dos mujeres mayores que iban delante de mí ya aventuraba lo que iba a ocurrir. Citaban las palabras de la entonces líder de las tardes de la radio española, Encarna Sánchez, quien cuestionaba a los supuestos españoles que no quieren la protección militar de los Estados Unidos y sin embargo estaban encantados con las hamburguesas y las coca colas. Ay, Dios mío, que el mensaje ha calado, pensaba yo antes de depositar la papeleta. Entre las homilías de Directamente Encarna y la entrevista de esa semana a Felipe González en la que se preguntaba quién iba a gestionar una posible victoria del no para abandonar la OTAN, las cartas estaban sobre la mesa.
Por cierto, en esa campaña la derecha de entonces, como la de ahora, demostró su falta de sentido de Estado y de convicciones pidiendo la abstención en el referéndum. Es que ni el Manuel Fraga de entonces, ni los José María Aznar, Mariano Rajoy o Pablo Casado que sucedieron al exministro franquista -y no digamos el Núñez Feijoo de ahora- han sido capaces de tener una mirada de altura ya sea frente al fin del terrorismo etarra, la crisis de 2008, el debate territorial del independentismo o la pandemia. En la Alianza Popular de entonces, como en el actual PP, siempre ha primado el más puro interés electoralista y destructivo del adversario político, cuyo origen está en la creencia de que el poder y el gobierno siempre están reservados por derecho divino para la derecha. En ese contexto, la derecha española no era consecuente con sus postulados, y todo con tal de hacer daño a Felipe González y al PSOE de la época.
Pero volvamos a esa noche del 12 de marzo de 1986. Quienes habíamos formado parte del movimiento anti-OTAN no queríamos escuchar los resultados del voto por comunidades autónomas, a excepción de los de Canarias, el País Vasco, Cataluña y Navarra. En ellas ganaba el no, y la euforia iba acompañada de la apertura de más botellas de champaña barato. Mientras tanto, en las restantes, los resultados se decantaban por el voto afirmativo promovido por el Ejecutivo socialista con aquellas tres consideraciones para seguir en la Alianza: la no incorporación a la estructura militar integrada; la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares, y la reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos en España. Casi nada. Éramos muy jóvenes e ingenuos. Como ahora. Recuerdo que me dirigí a una de las cabinas telefónicas de la plaza y llamé a casa, a Yecla. Había ganado el no por un escaso margen de votos. Nueva botella y nuevos brindis.
Y en esas que un grupo de fotógrafos y de cámaras de televisión se arremolinan en torno a un grupo de personas que mantenían la sonrisa pese a la desolación que se avecinaba. Entre aquellos rostros iluminados por los flases y los focos estaba Antonio Gala. Era el portavoz de la Plataforma Cívica. Y allí que me dirigí desinhibido por el nivel etílico causado por aquella bebida espumosa que hasta entonces solo probaba en la Nochevieja.
Don Antonio, don Antonio, suba el ánimo que estamos muy orgullosos de usted, le espeté al insigne intelectual comprometido con el pacifismo. Creo, sinceramente, que no salió de su asombro cuando le estampé un par de besos en sus mejillas en señal de reconocimiento y cariño. Unos besos que siempre he mantenido vivos en el recuerdo de una noche en la que nos dimos de bruces con la realidad. Como a la que en más ocasiones nos hemos enfrentado en esta larga noche neoliberal que atravesamos. Don Antonio, descanse en paz.
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