Llevo varios días dándole vueltas a la cabeza por una extraña sensación que me corroe. Resulta que en toda esta vorágine de la actividad preelectoral, en esta pasión desenfrenada o mezcla de sentimientos intensos, no llevo nada bien que la mentira sea una práctica generalizada en los comportamientos políticos. Lo siento, seré un ingenuo o un utópico, pero es que fui educado para no mentir, para no ocultar la verdad, para hacer de la sinceridad un valor, un principio que seguir en la vida. Por eso me es tan difícil convivir con gente que miente, con gente que se cree sus propias mentiras, y no digamos, con los que hacen del engaño una norma en la vida.
Hace unos años tuve un jefe que era responsable de Comunicación de un gobierno regional. Al despedirse de nosotros, porque iba a formar parte de una lista electoral, le dije que lo que peor llevé de nuestra relación profesional era la mentira, las continuas mentiras que utilizaba en su devenir diario. No sólo las que tenían que ver con su actividad con los medios de comunicación, sino las personales, las que utilizaba de manera cotidiana con los que éramos sus subordinados. Con mirada melancólica me dijo que lo sentía, pero que en política había que usar a menudo las medias verdades. Que no se podía decir toda la verdad.
Ante tamaña afirmación, lo siento, no puedo aceptarlo. Tengo claro que el uso de la mentira no es patrimonio de una ideología, una religión o una opción política. Que va más allá de lo cotidiano. Pero sí tengo claro que es una actitud personal en la vida, ante la vida y ante las relaciones humanas. Y no puedo concebir que sea un valor o una práctica que justifique los fines más nobles que podamos pensar. Creo firmemente en esa afirmación evangélica de que «la verdad os hará libres». Y es precisamente desde el ejercicio de esa libertad desde donde podremos construir personas maduras y adultas. Detesto la mentira y a los mentirosos. Y por ende, la hipocresía y a los hipócritas. Creo que no puede haber nada ni nadie más falso que quien use esa artimaña para ir por la vida. Y máxime cuando hace ostentación de estar en posesión de la verdad.
Por eso, como digo, llevo tan mal esta aventura política en el equipo de Begoña García Retegui, en la campaña que desembocará el próximo 22 de mayo en las elecciones autonómicas. No puedo entender que haya gente, partidos políticos o instituciones que utilice la mentira como recurso habitual para descalificar las opiniones o la simple actividad política. Por ejemplo, cuando en diciembre pasado se manifestaron empleados públicos frente a la vivienda del presidente de la Región de Murcia, Ramón Luis Valcárcel, hubo innumerables políticos del PP, algunos medios de comunicación y articulistas de periódicos y blogs que aseguraron que Begoña se había manifestado frente a la casa de Valcárcel. La palabra de la afectada no sirvió de nada, porque no hay más sordo que quien no quiere oír. Ya no se trataba de opiniones políticas, todas legítimas para ser defendidas, sino de hechos objetivos.
Qué decir de la agresión que sufrió el consejero de Cultura murciano, Pedro Alberto Cruz, sobrino de primo hermano de la esposa de Ramón Luis Valcárcel. Cuando ni siquiera la víctima fue capaz de reconocer a su agresor o agresores, sin pruebas, sus familiares, su partido y el propio Gobierno regional lanzó sus acusaciones basadas en la mentira para conseguir objetivos que en nada tenían que ver con la verdad. No todo vale.
O ya esa campaña del PP murciano de querer engañar a la gente, con la mentira mil veces repetida de que 450.000 murcianos no cuentan para el Gobierno de España a la hora de financiar a la Región de Murcia. Repito, no todo vale. No puedo entender que la mentira siga siendo una práctica en manos de un partido político, el PP, y de un Gobierno, el de la Región de Murcia, para eludir cualquier responsabilidad sobre lo que está pasando en nuestra comunidad autónoma. Me consta que hay personas que desde el propio Gobierno y desde el partido no aceptan este tipo de engaños, pero son los menos y su voz no cuenta. Porque aquí parece que todo vale. Como aquello del «Agua para todos» que se desmorona como un castillo de naipes, porque sólo estaba sustentado en engaños, medias verdades y emociones incontrolables, viscerales… alejadas de la razón y de argumentos objetivos y razonables. Sólo amparado en el victimismo y en echar la culpa siempre a otro de lo que pasa y de lo que nos pasa.
Lo siento, yo no estoy en política desde esos mismos supuestos. Si algún día caigo en ellos, por favor, que alguien me lo diga, porque habré perdido el sentido de la realidad y habré caído en lo que ahora detesto. No puedo educar a mis hijos desde la mentira. No puedo separar mi vida privada de mis comportamientos públicos. No todo vale. Podré equivocarme, pero no mentir. Podré callarme, porque intentaré ser amo de mis silencios y no esclavo de mis palabras. La política es una actividad demasiado noble para dejarla en manos de los que mienten. Y prefiero seguir siendo un Pepito Grillo que un muñeco de madera al que le crezca la nariz cada vez que mienta.