La cena familiar, las uvas, el programa de José Mota en La 1 de TVE, los besos, los buenos deseos para el año nuevo, las llamadas de teléfono o los mensajes de rigor -este año han causado furor los del WhatsApp-, las vomitonas del pub cercano y el despertar con el concierto de Año Nuevo… Todo forma parte de un ceremonial que se repite cada doce meses con apenas variación. Sin embargo, casi sin quererlo, siempre es diferente, porque diferente es el momento interior en el que se encuentra uno. De ahí la grandeza del ser humano: los escenanrios nunca son los mismos, los personajes nunca interpretan el mismo papel… porque el momento personal que uno vive es completamente distinto. Han acontecido situaciones y viviencias que han marcado los últimos tiempos y, sobre todo, las expectativas para lo que se avecina son profundamente diversas.
Hace un año estaba a punto de reiniciar un compromiso político en primera línea, en el equipo de una candidata para las elecciones autonómicas que viviríamos a finales de mayo. Fueron unos meses muy intensos, repletos de experiencias profesionales y personales gratificantes, pero a la vez con un alto coste individual en aquellas dimensiones más íntimas, las que tienen que ver con la gente más cercana, la que más quieres y la que siempre está ahí: tu gente, tu familia, desde la pareja a los hijos. Quedan a un lado los sinsabores de la política, las expectativas no cumplidas, los desengaños personales. Quedarse aparcados en ellos no sirve de nada. Paralizan y no centran la mirada en lo que es realmente lo importante.
Cuando empieza el nuevo año es momento de mirar hacia delante. Mucho camino nos queda por recorrer. No quedarnos estancados en lo que pudo haber sido y no fue, sino armarnos de razones, de soporte profundo y trascendente para encajar los retos personales, familiares y profesionales para sacar lo mejor de nosotros mismos y ponerlos al servicio de los otros. Especialmente de los que viven es una situación de desventaja. De los que han sido desalojados de una chabola instalada entre las estructuras de los edificios muertos por la especulación de la burbuja inmobiliaria. De los jóvenes -y no tan jóvenes- precarios, abandonados a su suerte por este sistema que quiere engullir la política en manos del estomago de los tecnócratas, los especuladores y los que manejan los mercados. De quienes pierden la esperanza ante lo que se les viene encima. Y todo ello, aderezado de la sinrazón de este sistema económico que trata de hacernos ver, y pretende convencernos, de que no tiene alternativa y que la política debe sujetarse y someterse al mismo. De lo inevitable.
Y comenzamos este tiempo inmersos en unas medidas de gobierno que han dejado claro que la crisis la tiene que pagar siempre la misma gente. La que vive de su salario, de un trabajo realizada cada vez en peores condiciones. En la disyuntiva capital y trabajo, siempre el primero sale indemne de las crisis y el otro, el del trabajo, es el que paga el pato. Nos lo acaban de dejar claro con las medidas aprobadas el pasado viernes en el segundo Consejo de Ministros de Mariano Rajoy. Con la complicidad de 11 millones de votos, muchos de los cuales han sido llevados al engaño, y otros a la acción, por una política aparentemente de izquierdas que no ha estado a la altura de las circunstancias. Quizá inevitable, pero cuando menos, poco valiente.
Es tiempo, por tanto, de recargar energías, reflexionar y construir, desde los espacios más pequeños y privados, hasta alcanzar los grandes escenarios de la política y la economía. No dejarla en manos de los profesionales de la cosa, sino de asumir que todos tenemos que jugar un papel determinante. Un deseo de cambio que tiene que empezar por el de las actitudes personales, de la vivencia de las pequeñas cosas, las decisiones que están en mano de uno… para llegar a lo más alto.