Ya lo decían las guías que esta iba a ser una etapa dura. Que la salida de Logroño era agradable por el Parque de San Miguel era cierto. Restos del botellón de la pasada noche, en un trayecto sólo salpicado de algunos jubilados y sus perros que no perdonaban una mañana de domingo placentera. El embalse de La Grajera, un regalo más en la mañana amanecida… pero todo iba a ser un espejismo en el recorrido hasta Navarrete, primera parada obligatoria para reponer fuerzas porque la jornada ya se estaba poniendo interesante. Una muestra de artesanía en la plaza de la Iglesia de la Asunción, a punto de abrir al público, nos despedía para iniciar el último tramo de esta etapa.
Un tramo que no parecía tener fin, en especial las últimas dos horas, porque tras llegar al alto de San Antón, después de pasar por delante de varias bodegas, descubrimos a lo lejos Nájera, nuestro destino final. Un destino final que parecía no llegar nunca… hasta que por fin lo alcanzamos. Como si llegáramos abatidos después de una larga batalla, acabamos rendidos en un albergue en pleno centro histórico de la ciudad… que nos iba a deparar una experiencia muy gratificante.
El monumento más emblemático de Nájera es el Monasterio de Santa María, donde a las 7 de la tarde asistimos en su capilla a la Eucaristía, junto a vecinos y vecinas del pueblo y numerosos peregrinos. Entre ellos, un fraile franciscano de la Toscana italiana, que acompañaba a un grupo de jóvenes en el Camino. Experiencia, como podrá suponer el lector, que supuso una gozada. Padre e hijo unidos en la fe, en la celebración, junto a otros peregrinos (todos en realidad lo somos), en una comunidad franciscana, que en nada difiere a la que en cada domingo compartimos nuestra fe en Santa Catalina del Monte, en El Verdolay (Murcia).
La fe, si no se vive, no se puede transmitir. Creo que esta eucaristía ha sido uno de los grandes momentos del Camino vividos hasta ahora. Experiencia de fe, experiencia de vida, experiencia con el Resucitado, con el que nos acompaña en todo momento. En las largas travesías, muchas de ellas muy duras, a pleno sol, en soledad o incluso rodeado de mucha gente, siempre hay alguien que no pide nada a cambio y que no falla, que está ahí, con una mirada dulce y repleta de ternura. Gratuita. Porque el verdadero valor de las cosas está en eso. En que se hacen sin rendir cuentas, sin exigir nada. Y esto es parte del Camino.
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