A lo largo de mi vida he tenido entre mis manos, brazos y piernas seis bicicletas. La primera era roja, «beache, la que siempre se mete por los baches», y no era «orbea, la que siempre se estropea». Mi padre me enseñó a montar en ella en las calles recién asfaltadas de un pueblo de la Vega Baja. Debía contar con unos siete u ocho años. Mi estreno fue glorioso, porque aún recuerdo el castañazo que sufrí, más bien causé, a un conductor de moto en pleno cuadro, cuando intentaba cruzar una calle. Desde entonces le tengo miedo a las motos. Pese al miedo inicial, que es el de todos los niños cuando comienzan a soltarse y mantienen a duras penas el equilibrio, seguí erre con erre por entre las veredas y los azarbes, en laboriosas tardes para conseguir regalicia y así obtener, con el regalo de estos «puricos», que el capitán me alineara en el equipo de fútbol de la clase. Las sensaciones en mitad de la huerta, pese a los mosquitos, llenaban mi cuerpo de agradable bienestar.

Esa primera bici me duró mucho tiempo. Cuando estudiaba en el instituto, en Yecla, la llevaba cada mañana al centro porque luego me servía para desplazarme, cargado con una guitarra, a dar clases antes de la comida. Y no es que Yecla sea una ciudad adecuada para  los biciclos, por aquello de que está situada en las faldas del Cerro del Castillo, y subir una calle se asemeja al último tramo de una etapa de montaña de la Vuelta a España. La segunda era amarilla, una «geacé». La compré cuando inicié los estudios universitarios en Madrid y, casualidades de la vida, a un precio muy razonable,  aprovechando el cierre del negocio de motos de Nazario Ibáñez, el hoy afamado ganadero y empresario yeclano de cascos NZI. Era una gran bicicleta de paseo. Con ella recorría diariamente veinticinco kilómetros, ida y vuelta, desde el pueblo de Vallecas, en el sur de Madrid donde vivía, hasta la Ciudad Universitaria, junto a la carretera de La Coruña, donde asistía a las clases de Periodismo.

Ese itinerario madrileño lo recuerdo con un cariño especial. Arrancaba en el  pueblo de Vallecas, o Vallecas Villa, como lo conocían los obreros comunistas de la Talbot y de otras empresas del cinturón rojo de la capital. Subía hasta la Avenida de Palomeras, Alto del Arenal, Portazgo -donde está situado el campo del Rayo Vallecano y entonces la  primera estación de la línea 1 del metropolitano- y comenzaba un pronunciado descenso por la avenida de la Albufera hasta el Puente de Vallecas. Un pequeño repecho por la avenida de la Ciudad de Barcelona hasta la Estación de Atocha. Entonces se iniciaba lo bueno: Paseo del Prado, a la derecha el Jardín Botánico, el Museo del Prado, Plaza de Neptuno -de feliz recuerdo para los atléticos-, la Bolsa, el Cuartel de Marina y el edificio de Correos a la derecha; Carrera de San Jerónimo, futuro Museo Thyssen y el Banco de España, a la izquierda, para desembocar en la Plaza de la Cibeles, verdadero corazón de Madrid.

El itinerario proseguía por la calle de Alcalá (Banco Central, Círculo de Bellas Artes) y la Gran Vía, con un ascenso pronunciado hasta la Plaza del Callao, donde se iniciaba otra bajada con semáforos bien programados hasta la Plaza de España. De allí a la calle Princesa, barrio de Argüelles, hasta el Arco de la Moncloa, con el Ministerio del Aire a la izquierda, y camino hacia el antiguo Museo de América donde comenzaba la Ciudad Universitaria. Aquella que fue testigo de la lucha cuerpo a cuerpo en plena guerra civil hasta la toma final de Madrid. Y al finalizar las clases, vuelta atrás. La emoción me embriagaba a diario al pisar y recorrer esas calles y avenidas repletas de historia. Para un joven de provincias, en una ciudad tan cosmopolita, ese recorrido estaba acompañado por sensaciones muy diversas. Desde sentirte parte del devenir cotidiano de cuatro millones de personas, hasta gozar con pasión del asfalto, las fachadas, los comercios y ese sol luminoso del frío y seco invierno madrileño.

Ese afán aventurero de los dieciocho años quedaba colmado con la valentía por afrontar cada día los recorridos por el centro de Madrid, de un joven llegado del Sur y sin poderse despegar de ese otro sur, el que se encuentra desde ese eje no tan imaginario que es la M-30, desde Moratalaz hasta el Vicente Calderón, en los albores de los años 80. Esa turbación juvenil, sólo alterada por dos encontronazos con peatones en mitad de los atascos (nunca con taxistas, autobuseros o conductores con mal genio), sin embargo, quedó frustrada por el robo del velocípedo amarillo. Fue en una nublada mañana de febrero y los ladrones sabían lo que hacían, porque reventaron los dos candados con los que yo aprisionaba la bici en una valla de la Facultad. Quien ha perdido así una bicicleta conoce de cerca la tristeza y la impotencia que se siente.

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Publicado en La Opinión de Murcia (23/10/1998)