Cuando perdí mi primera bicicleta la busqué infructuosamente, domingo tras domingo, en el Rastro madrileño. Allí van a parar muchos desechos de los cacos y no hubo nada que hacer, y de nada sirvió la denuncia que presenté en Comisaría del distrito.  Compré otra de color gris, una gacela BH, “la que siempre se mete por los baches”, como el color de las frías mañanas de la capital. La mimaba, la subía por el ascensor de la Facultad hasta mi clase con ánimo de protegerla, donde escuchaba las lecciones de los profesores de Periodismo. Hasta que otra mañana, en este caso luminosa, se me ocurrió aparcarla en el mismo lugar que la anterior… y zás, volvió a desaparecer. Los sentimientos de impotencia se reprodujeron de nuevo, lo que me llevó a iniciar un período de la vida en el que las bicis quedaron aparcadas. Ya no hubo denuncia si quiera, ni visitas al Rastro.

Una vez regresado al Sur, cual si hubiera sido un exilio voluntario, reencontré el gusto por los biciclos con uno de carreras, comprado de segunda mano. También con otro de paseo, herencia familiar, que aún conservo. Regalé la bici de carreras y hace dos años, cuando dejé de fumar una temporada, me compré una híbrida de marca francesa, que saco a menudo por las calles de Murcia con mi hijo a bordo, incluso para ir al trabajo. Aún añoro aquellas dos que pasaron a mejor vida, aunque ahora me conformo con una colección de bicis en miniatura que andan repartidas por las estanterías de mi casa.

bicicletaLa bicicleta sigue siendo el vehículo del futuro. Leonardo da Vinci no podía imaginar que aquel prototipo que inventó en el siglo XVI iba a representar el valor que hoy, al menos, debería tener como alternativa de transporte en nuestras atiborradas ciudades. Eso en los Países Bajos lo tienen muy claro. Las bicicletas forman parte del paisaje de las amplias llanuras ganadas al mar. Son respetadas por personas de cualquier clase social. Llueva o haga frío, recorren los carriles destinadas a ellas, incluso en las autopistas. Se guían por sus señales de tráfico y semáforos propios. Gentes de toda edad y condición las usan a diario. Tienen sus espacios reservados de aparcamiento en cualquier estación de tren, museo, comercio o centro oficial. La lástima es que aquí, en nuestra ciudad, en Murcia, las hemos arrinconado en el trastero y sólo la sacamos en casos contados, como en alguna que otra fiesta que El Corte Inglés organiza cada año. Prácticamente han desaparecido de los caminos y veredas de la huerta, porque ésta, la huerta, también va tocando a su fin.

Las bicicletas, sin embargo, deberían tomar de nuevo las ciudades. Pasando por encima de políticos de cualquier signo que sólo se acuerdan de los carriles-bicis cuando llega la fiesta anual de los grandes almacenes. Deberían de pisarle los callos a nuestros gobernantes en los escasos momentos que se les ve en la calle, en especial cuando planifican los planes de urbanismo y nunca contemplan un espacio para ellas. Qué distinto sería todo esto si en las nuevas avenidas y rondas construidas en Murcia, Cartagena y otras ciudades murcianas hubiera espacios para las bicicletas. Pasaría como con las autovías -y esto lo saben muy bien los sociólogos y urbanistas- que atraen cada vez más un número mayor de vehículos de cuatro, ocho y veinte ruedas. Todos seríamos un poco más humanos, y por ende, humanizaríamos nuestra vida y la de los otros.

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Publicado en La Opinión de Murcia (30/10/1998)