Hay películas que consiguen provocar en el espectador una gran ebullición de emociones y sentimientos. De la sonrisa a las lágrimas, pasando por estremecer las más intensas sensaciones que ponen la piel de gallina. Frank Capra lo consiguió en numerosos trabajos llevados a la pantalla, como en Meet John Doe, traducida en españa como Juan Nadie con un Gary Cooper genial y una Barbara Stanwyck ambiciosa y a la vez angelical. El Juan Nadie jugador de béisbol fracasado que es capaz de conectar con las masas, bajo el amparo de todo el entramado mediático o, lo que es lo mismo, gracias al soporte de un medio de comunicación tan caliente como la radio lo era en los años 40. ¿Y por qué su discurso era idóneo para movilizar a una sociedad en crisis como la norteamericana que estaba a punto de entrar en la segunda gran guerra mundial? Quizá porque hasta entonces, como ahora, esa sociedad estaba poblada por Juan Nadies a los que nunca se les había dado la oportunidad de hacer oír su voz. Y por supuesto que hubiera alguien que la escuchase.
Esa fábula de los que nunca cuentan para los que deciden las cosas importantes de la vida cobra actualidad de una manera pasmosa. Nuestros pueblos y barrios están poblados de personajes así. Es decir, que en el anonimato de un mundo globalizado, atado de pies y manos al designio de un mercado excluyente de los más débiles, lo cotidiano está llamado a ser lo esencial, por encima de los discursos, las grandes construcciones ideológicas y los planes para el futuro. Si en la cinta de Capra el mensaje principal era el de “conozca y sea amigo de su vecino”, hoy resulta cada vez más urgente lanzar reflexiones similares, como las de “usted vale por lo que es, no por lo que tiene o por el lugar que ocupa en el mundo”. También el de “sea una persona buena, aunque no se lleve la bondad y la sinceridad” o el de “no machaque al que tiene al lado, deje de mirarse el ombligo y dirija su mirada a los ojos de los otros, ya sean sus vecinos, sus amigos, sus compañeros de trabajo o a los de los millones de buenas gentes que pueblan el planeta”.
Se trata de no vivir en un estado permanente de cabreo, de no practicar la indiferencia ante lo que sucede a nuestro alrededor, trascender las meras fronteras que nos imponemos cada uno de los mortales y movilizar esas fuerzas de las que somos portadores. Los Juan Nadie no estamos solamente para acudir a la llamada de los cantos de sirena de un nuevo centro comercial, y luego no tenemos espacio ni para aparcar el coche. Sí para demostrar que nos importa lo que le pasa a cualquier ciudadano del mundo aunque viva a miles de kilómetros de nuestras casas, ya sea timorense, kosovar, turco o taiwanés. O a cualquier mujer africana que tiene que sobrevivir a diario recogiendo la leña y transportando el agua para sus hijos. También para acoger al que ha venido de fuera a nuestra tierra para trabajar y lo expulsan de la chabola que habita sin ofrecerle nada a cambio, o a los que se debaten con una enfermedad terrible y no somos capaces de estar cercanos a ellos.
Por todo ello, los Juan Nadie estamos llamados a salir de nuestro letargo. El invierno ha pasado y la vida tiene que ser una eterna primavera en permanente estado de ebullición. Sentir que por las venas corre sangre limpia y pura que conmueve nuestras entrañas. No miraremos los relojes cuando tengamos a cualquier Juan Nadie frente a nosotros, porque lo más importante será, precisamente, ese hombre o esa mujer, ese niño o ese anciano, y retozaremos a gusto compartiendo ilusiones, deseos, anhelos y esperanzas de diferente signo. Practicaremos la tolerancia, la serenidad frente a lo adverso, la templanza ante la ira contenida que provoca en ocasiones la injusticia, la paciencia y la capacidad para estar abierto a lo no establecido. En fin, que ejerceremos de verdad el papel de Juan Nadie sin creer por ello que pasamos inadvertidos por la vida, porque lo esencial es invisible a los ojos.
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