Sólo los poetas son capaces de dar vida a objetos materiales, en teoría inanimados. Usando las metáforas y los adjetivos como instrumentos de trabajo permiten transmitir la vida que encierran, por ejemplo, un árbol, una piedra o cualquier fenómeno de la naturaleza. Una puesta de sol, un riachuelo, una hierba fresca que crece tímidamente en una loma, o una montaña que se alza majestuosa camino del edén, recobran una inusitada actividad cuando son acogidas con ternura por un vate para formar parte de un soneto, una elegía, una lira o una simple trova. Esos elementos comienzan a dar brincos de alegría porque alguien, en una lejana mañana o en un sombrío atardecer, decide jugar con ellos para expresar sentimientos escondidos en el más recóndito rincón del corazón humano.
Por ello no resulta extraño que el monte llore. Deje derramar por caminos y veredas, ramblas y peñascos, unas lágrimas de despedida por un místico que acaba de traspasar esa frágil frontera que separa la vida a la muerte, el tránsito al ocaso que rebosa esperanza. Y ese llanto desbordado comenzó hace una semana, cuando el cuerpo mortal de uno de sus seres más queridos recorrió ese pequeño camino que todos algún día debemos hacer, por mucho que nos agarremos hasta que nos quede el último aliento. Pepe Sánchez Ramos, contemplativo en medio del mundo, ya no podrá coger la leña para calentar el zendo, transportar el agua para gargantas secas por falta de consuelo, ni saboreará “a gusto” -como él muchas veces repetía para expresar la sensación que produce la experiencia orante- el encuentro con esa dimensión trascendente que nos sobrepasa y que se manifiesta en un amor supremo, cálido, acogedor, abierto, comprensivo y misericordioso. Palpar a Dios en la oración, en definitiva.
Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Carlos de Foucoult, Teresa de Liseux y tantos otros espíritus libres de todas las épocas, recientes y pasadas, se funden en un mismo sueño: ser conscientes de que el hombre y la mujer poseen una capacidad tal de amar, que el silencio y el desierto se convierten en intermediarios del gozo de una plegaria. “La oración no es algo que se hace y queda fuera del que la hace. No existe distancia alguna entre la oración y el orante. Por eso no resulta nada fácil -al menos para mí- objetivar la propia experiencia de oración”, dice Antonio López Baeza, otro contemplativo en medio del mundanal ruido en el que habitamos. Podría resultar muy sencillo esbozar un panegírico por alguien que ya no está corporalmente entre nosotros. La adulación a los muertos es también una de las características que nos definen, cuando hemos sido injustos en dejar escapar las oportunidades que la vida nos ha ido ofreciendo a diario.
En el caso de Pepe Sánchez Ramos, como en el de muchos otros, caeríamos en el error si exaltáramos sólo sus cualidades, que por cierto mantenía sin estridencias. A nadie había que venderle ninguna moto. Complejo y contradictorio como cualquier hijo de vecino, con virtudes y defectos como el que más, sí unía una cualidad: haber sido capaz de edificar de manera austera un lugar de encuentro, un oasis de paz y serenidad a escasos kilómetros del bullicio de una gran ciudad, la nuestra, la capital de esta Región. Y desde hace casi unos veinte años allí se han dado cita espíritus inquietos en busca de sosiego, de encuentro con ese Ser supremo que todo lo envuelve. Las pupilas enrojecidas de ese búho, símbolo de los contemplativos, son sólo una muestra de que no sólo el monte llora su ausencia. Los que aquí quedamos ya te echamos de menos.
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Cuando se cumplen quince años de la muerte de Pepe Sánchez Ramos, impulsor de la Casa de Oración del Monte, la Casa «Desierto de la Paz», retomo este articulo publicado en La Opinión una semana después de su fallecimiento. La Casa de Oración forma parte de mi historia de vida en su dimensión espiritual. En ella viví mi primer retiro espiritual cuando tenía 16 años, allá por 1980, y a lo largo de los años he asistido a diferentes momentos. En los últimos años participo en retiros de Cuaresma, celebraciones del Tríduo Pascual, Pentecostés, Adviento, Navidad… Acompañado por Gelen, mi mujer y compañera, el sacerdote Juan carrascosa, y un variopinto grupo de contemplativos.