Siempre he creído que la liberación de la mujer será posible cuando las propias mujeres decidan abandonar una actitud de fatalidad por su situación. Liberación entendida como una nueva forma de establecer las relaciones entre varones y hembras, donde el género no sea el que marque las diferencias de salarios, tareas domésticas, cuidado y atención a los hijos y a los viejos, tiempo libre y demás situaciones de discriminación o diferenciación. Recuerdo que en los años de la Universidad, a comienzos de los 80, un profesor de Literatura hacía gala de su misoginia cuando menos lo esperabas y ninguna chica, repito, ninguna del más de 60 por ciento de mujeres que había en clase se atrevía a contradecir al susodicho docente. Era una muestra de que la resignación ante los ataques del machismo reinante en nuestra sociedad había calado en el inconsciente colectivo de las féminas. Situación más grave si tenemos en cuenta que el colectivo femenino que llegaba a las aulas de la Universidad se podía considerar privilegiado ante el resto de sus congéneres. Mientras ellas habían salido de sus casas y vivían en una gran ciudad, adquiriendo una formación, miles de jovencitas tenían que sacar adelante a sus familias, casarse y tener hijos, mientras aportaban riqueza a sus modestas economías. Pero ni por esas. El misógino se enzarzaba en disquisiciones en contra del feminismo y sólo obtenía por respuesta una callada actitud displicente.
Una simple mirada a nuestro alrededor nos permite contemplar un panorama en el que las cosas han cambiado muy poco. Es verdad que se han dado pasos. Que conmemoraciones como las de hace unos días, en las que la figura de la mujer trabajadora nos recuerda que millones de mujeres en el mundo laboran día a día para que la cosa funcione, aún son necesarias. No podemos olvidar que los nuevos rostros de la pobreza tienen cara de mujer, sacando adelante como pueden a sus hijos y, por supuesto, a nuestros ancianos. Veo a Esmeralda, a Fátima, a Rosalía, a Encarna… y en sus rostros diviso que, sin participar en cenas de homenaje, en comidas conmemorativas o sin recibir flores, como ayer mañana poblarían algunas mesas de despacho, son el ejemplo vivo de que su doble condición, la de mujer y la de trabajadoras, tratan de llevarlo hasta sus últimas consecuencias.
Mujeres que se están dejando la piel limpiando casas y despachos, con contratos de miseria, y que aún deben darle las gracias a este Gobierno que les hace una reforma laboral y tratan de vendérnosla como la mejor de las soluciones posibles. Mujeres que se están dejando la vista y los dedos, y la educación de sus hijos, y el cuidado de su cuerpo y persona, cosiendo zapatos y vestidos a destajo, eslabones de una cadena de explotación que arranca desde sus cocinas y llega hasta la zapatería donde otras mujeres adquieren lo que ha costado sudor y lágrimas. Mujeres inmigrantes que están cuidando a nuestros viejos, mientras nosotros, sus hijos e hijas, no podemos encontrar tiempo para atender sus demencias e incapacidades. Mujeres jóvenes que sacan cuatro duros cuidando niños, haciendo pizzas de empresas que cotizan en bolsa, bombardeándonos por teléfono intentado vender apartamentos, vinos de selección o enciclopedias que nunca serán consultadas pero que quedarán muy bien en las estanterías del comedor-museo de un piso de protección oficial. Mujeres cuyo único consuelo parece ser el repaso de la vida de los famosos, esos modelos de personas inalcanzables que venden sus tripas al mejor postor.
Mujeres atiborradas de nolotiles, neurofenes o gelocatiles. Con la espalda destrozada, las piernas atiborradas de varices o sufriendo los efectos de la menopausia en soledad. Mujeres arrepentidas de su condición de mujer. Mujeres hartas de ser las únicas responsables de la educación de sus hijos y hartas, también, de tener que soportar los gritos de aquellos, mientras que su único delito es el de creer que ellas son las responsables de lo que les pasa.
Menos mal que hay mujeres que tratan de salir hacia delante frente a las adversidades. Que reconocen su situación como tales y se sienten orgullosas de su fuerza. De no estar dándoles vuelta a la cabeza mientras la vida se les va. A unas y otras les merece la pena recordar que, hace muchos años, otras mujeres como ellas murieron abrasadas en una fábrica de ropa de los Estados Unidos. Y que de esas llamas surgieron otras que han prendido en todo el mundo. Que vale la pena. Y que además, no están solas.