Alguno de los mejores momentos que he vivido en los últimos tiempos tiene que ver con las horas en las que me he sumergido en la serie televisiva Borgen, una producción que cuenta las interioridades de la política danesa a través de Birgitte Nyborg, quien se convierte en la primera mujer en llegar al cargo de Primer Ministro de Dinamarca. «Borgen» es el término coloquial con el que se conoce al Palacio de Christiansborg, sede de los tres poderes del estado y oficina del Primer Ministro.

«Atreverse es perder el equilibrio momentáneamente. No atreverse es perderse a uno mismo». Esta cita del filósofo y teólogo danés Soren Kierkeegaard es una de las que se ofrecen al inicio de cada uno de los diez capítulos de las tres temporadas en que Borgen ha cosechado las mejores audiencias de la televisión pública de ese país escandinavo. Y ciertamente creo que esa identificación emocional con las historias protagonizadas por personajes políticos, periodistas, jefes de gabinete y asesores de comunicación tiene que ver mucho con lo que vivo desde hace meses en mi vuelta a la actividad política. En este caso, al mundo de la política local y a tareas de asesoría a un grupo municipal en un ayuntamiento de una gran ciudad.

Borgen

Birgitte Nyborg se convierte en la primera mujer en llegar al cargo de Primer Ministro de Dinamarca en la serie Borgen.

Este regreso a la primera línea de la política institucional ha estado unido al compromiso personal, ligado al acompañamiento a un candidato dentro de un proyecto de cambio, desde unos parámetros en el que la política va asociada, de manera inexorable, a prestar un servicio público para mejorar la vida de la gente. El bagaje que uno atesora en su mochila de la vida permite contemplar cada paso que da como parte de un trayecto hacia no se sabe dónde, pero con experiencias diversas que facilitan un conocimiento más profundo de la condición humana y de las organizaciones políticas de las que nos dotamos.

No obstante, cuando crees haber vivido acontecimientos y momentos vitales que das por superados, aparecen de nuevo los fantasmas de la mediocridad, del protagonismo personal y de las pasiones humanas más bajas. Porque la vida está construida de celos, envidias, rencores… sentimientos que marcan cada uno de los pasos que vamos dando. Sentimientos que en el mundo de la política encuentran el acomodo perfecto al considerarse justificados por un bien superior (el ejercicio del poder que busca un fin trascendente). Quizá por todo ello sigo llevando tan mal el conflicto, el enfrentamiento, la lucha sin cuartel aunque se usen argumentos de nueva y vieja política.  Y sobre todo que no podamos ser capaces de escuchar al otro, de intentar comprender qué es lo que realmente le lleva a mantener una posición u otra, al margen de los estereotipos de siglas, historias pasadas o presentes, liderazgos egocéntricos y cuchilladas por doquier.

Reconozco que a veces tengo una visión de la vida como la del mito del buen salvaje que describiera Rousseau. Creo en la bondad del ser humano. Por encima del conflicto al intentar conciliar los intereses legítimos que podamos tener cada una de las personas que deambulamos por este mundo. Prefiero seguir siendo ingenuo y estar abierto al cambio permanente que permanecer anclado en puertos de aparente tranquilidad que ocultan los miedos y culpas arraigados en nuestras experiencias más cercanas. Por eso, cuando contemplo cómo se concretan proyectos políticos que he ansiado en otras épocas siento una desazón que me lleva a alimentar una parte de ese escepticismo latente que todos tenemos. Sobre todo porque las actitudes personales no dejan de ser muy diferentes a las que supuestamente se combaten. Por no hablar de las organizaciones en las que se concretan las diferentes opciones. Por eso siempre me ha parecido esencial que cuando uno no vive como piensa acaba pensando como vive.

Esa ingenuidad a la que no renuncio no me impide aplicar ciertas dosis de realismo en la actividad política. Ésta se concreta en todos y cada uno de los acontecimientos que tenemos oportunidad de vivir cada día. En coger un bus, una bicicleta o el coche. En comprar en un supermercado, en una tienda o en la plaza de abastos. En escuchar al otro o en ocultarnos frente a una pantalla, sea del tamaño que sea.

Viviría al margen de la realidad, de lo cotidiano, si negara lo evidente. Es verdad que muchas veces caigo en el error al tratar de aspirar a un perfeccionismo que nunca podré alcanzar. Porque la perfección no existe, no es viable, no se puede conquistar. La realidad está repleta de momentos intensos, de pequeñas dosis de felicidad, de logros diminutos, de aconteceres salpimentados de experiencias gozosas y dolorosas. Otras, neutras. Y todas ellas completan la vida tal como es. Convivir con todas ellas es el reto de mantenerte en pie. Y, sobre todo, de seguir adelante con aciertos y errores, junto a otras personas que también aspiran a cambiar lo que les rodea.