Ha querido el destino -o no- que la conmemoración de los 50 años de vida de la comunidad parroquial de San José Obrero coincida con la marcha de otra comunidad, en este caso la que formaban las hermanas Concepcionistas Franciscanas –las monjas encerrás– en el Monasterio del Sagrado Corazón de la carretera, junto al Asilo de Ancianos y cerca del antiguo Matadero. Y esa casualidad me permite volver la vista atrás para escarbar en la memoria todo aquello que me vincula a ambas comunidades, todo aquello que ha formado parte de mi vida. Esto es, de mi historia personal cuando no hace mucho que traspasé también esa cifra mágica de las bodas de oro del nacimiento.
Siempre he pensado que las cosas no suceden por casualidad. Máxime si le sumamos una afición por buscar las combinaciones mágicas que ofrecen los números, las fechas, las conmemoraciones. Quienes formamos parte de la generación del 64 sabemos que ese año es singular, aunque sólo sea por el hecho de que es en el que vinimos a este mundo. Es el de los XXV Años de Paz del glorioso alzamiento nacional, aunque para muchos fuese la paz de los cementerios, y uno de los más prolíficos de la historia demográfica española. Y para lo que nos ocupa, es el año de la erección canónica de la Parroquia de San José Artesano, como recogía el Boletín del Obispado, y del comienzo de las obras de construcción, una obra colectiva en la que colaboraron muchos vecinos del barrio de la Estación.
Mis primeros recuerdos de San José se remontan a finales de esos años 60 del siglo pasado, que entonces era Artesano, que no Obrero, porque entonces los obreros no eran tales, sino productores. Menos mal que el Día del Trabajo o Fiesta de San José Obrero se celebraba el 1 de mayo gracias a que Pío XII lo instituyó en 1955, puesto que en la nacional-católica España era el 18 de julio cuando se conmemoraba la festividad de la Exaltación del Trabajo. Recuerdo ir de la mano con mi abuela Josefa a las misas de don Pedro, en las que mi tío Vicente (cinco años mayor que yo) hacía de monaguillo. Era un templo aún sin finalizar, frío, con un edificio anexo de viviendas a medio construir. Esa frialdad que yo percibía no le impedía a mi abuela y a su amiga Jose la del horno echar unas cabezadicas durante la predicación. Mi abuela vivía en la casa que había hecho su marido Juan frente a esa impresionante esquina que tenía una palabra muy rara en su inmenso chaflán: COMED. Un día alguien me explicó que aquella nave abandonada y cerrada había albergado un día la Cooperativa Obrera de Muebles Esteban Díaz, y las siglas obedecían a ello.
Es cierto que esos primeros años de mi infancia aún no vivíamos en Yecla, puesto que mis padres tuvieron que salir del pueblo en busca de oportunidades laborales y habíamos recalado como muchos cientos de yeclanos en la provincia de Alicante, en Ibi, primero, y en Dolores, más tarde. Pero recuerdo la imagen de la torre de San José, el recuento de toques de la campana los domingos por la mañana para avisarle a mi abuela si era el primero o el segundo… y poder llegar a tiempo a la iglesia. También que mis padres se acercaban a tener reuniones, algunas muy raras, como aquellas de septiembre de 1975 cuando la tele decía que unos hombres muy malos habían sido fusilados porque eran eso, muy malos, malísimos. Y que entraba por un callejón muy estrecho para subir por una escalera muy empinada y acompañar a mi primo José Manuel a una reunión muy divertida los domingos por la mañana con los lobatos, que eran los scouts más pequeños.
En el verano de 1977 llegué a vivir a Yecla, junto a mis padres y mis hermanos Pablo y Esther. Y resulta que nos vinimos a vivir en la calle de abajo de San José, detrás de la Casa-Cuartel de la Guardia Civil. Si ya era mi parroquia porque mi abuela era feligresa… pues ahora pasaríamos a ser nosotros también miembros. Al año siguiente, durante la Vigilia Pascual, bautizamos al benjamín de la casa, Abraham, y ya no dejé de asociar los principales acontecimientos de mi vida a las paredes del templo, a sus locales, en los que fui catequista, educador del Movimiento Junior, miembro de la Comunidad Juvenil…
Crecí en la fe bajo la mirada de la imagen de ese simpático y temeroso San José de madera. Pasé de la infancia a la adolescencia y a la juventud acompañado por los sacerdotes que atendieron a sus feligreses, bien fueran vecinos del barrio de la Estación o aquellos otros atraídos por una pastoral social y con los pies sobre el terreno. Del recuerdo de don Pedro, pasé al de los curas obreros Antonio Sicilia, que trabajó en la fábrica de mi tío Juan; Pepe Saorín, fontanero; Mateo Clares, técnico en electrónica, y Pepe Carrasco, profesor del instituto. Fueron muchas horas, muchos días, muchas vacaciones, muchas jornadas… las vividas entre sus paredes o en actividades que salían organizadas de ellas: campamentos, convivencias, charlas… O celebraciones de oración, que compartíamos con unas feligresas muy especiales: unas monjas que vivían en un convento en la carretera, cerca del asilo de ancianos, y junto a una guardería a la que ellas hacían la comida. Pero esos recuerdos los dejo para otro momento.
San José ha sido mi segunda familia. En la que crecí en la fe los domingos por la tarde en las reuniones de la comunidad juvenil con Erika Wust, Ceci, José Luis y Juan Luis, mi primo José Manuel, Ernesto, Carmencica, Pilar, Loli, Alicia, Conchi Centenero, María del Mar, Sole, Fini… En la que canté en innumerables celebraciones y pregoné en la Vigilia Pascual o en las Misas de Gallo. En la que festejé las bodas de plata de mis padres, la confirmación de Pablo, su ordenación sacerdotal… y su funeral, como había vivido el de mi padre cinco meses antes. Celebré la vida y la muerte, que es también vida. En definitiva, sentí que la fe se saborea y se goza en comunidad, junto a los otros. Y que un templo es mucho más que sus paredes, su altar, su capilla o sus locales. Es esa familia que siempre está ahí, como sigue estando San José, en la calle de arriba, junto al solar del antiguo cuartel, cerca de la Estación.
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