El rector José Orihuela se quejaba amargamente en público hace unos días por los titulares dedicados por la prensa escrita a un estudio de inserción laboral de los egresados de la Universidad de Murcia en las promociones 2011/12 y 2012/13, que presentó en la Convalecencia. Justificaba su lamento porque la institución había sido transparente al ofrecer los resultados de manera global por facultades y su reflejo en los medios no era el deseado, ya que recogían datos cuantitativos sin una interpretación, a su juicio, correcta. Cargaba de razón sus argumentos porque hasta ahora no se había hecho de esa manera tan transparente. De sus palabras podía desprenderse el mensaje de que ‘para este viaje no hacían falta esas alforjas’.
Quejas similares hemos escuchado a nuestros gobernantes cuando se han puesto en marcha los portales de la transparencia y ante la opinión pública se han destacado como datos relevantes los sueldos de los alcaldes y alcaldesas, concejales, diputadas, consejeros o ministras. Un hecho que les ha valido a algunos para justificar su apuesta por la transparencia, sin percatarse (porque no creen de verdad en ella) que la claridad y dar cuenta de la gestión es mucho más las cifras de unas tablas Excel o un documento PDF. Esa misma desazón, no exenta de una clara intencionalidad, es la que he oído a dirigentes de partidos políticos a la hora de no querer hacer públicos determinados datos que ofrecían los procesos de primarias porque, a su juicio, dar cuenta de ellos dejaría desnuda a la organización frente a sus competidores. Y claro, antes me callo que ser sincero.
No resulta, por tanto, una sorpresa comprobar que la transparencia acaba convertida en un nuevo elemento vacío de contenido si no se cree profundamente en todo lo que implica abrir las ventanas y los cajones de las Administraciones públicas, de las instituciones y de las organizaciones de cualquier tipo. Y ello, con el fin de que entre el aire fresco de la realidad, de la verdad y del compromiso con la ciudadanía. Pese a que muchos aún creen que el secreto y la información garantizan el poder, no se dan cuenta de que la verdadera fuerza de la legitimación en cualquier estamento, y por ende, en cualquier orden de la vida, reside en la colaboración y en el compartir. Que la fortaleza de los principios es una realidad cuando se ejerce de una manera abierta, colaborativa y sincera. Lo demás es seguir amparados en el miedo, en el falso sentido de la responsabilidad y en la voluntad de querer continuar perpetuando los privilegios y las distinciones de clase.
Estos tiempos de cambio nos deparan continuas sorpresas. Generan incertidumbre en la medida en que no estamos acostumbrados a poner sobre la mesa todas las cartas, ya que seguimos guardando un as en la manga con la triste confianza en que así no quedaremos desestabilizados. Las organizaciones valientes, las Administraciones inteligentes, los Gobiernos abiertos y las instituciones desafiantes que apuestan por el cambio son aquellas que interiorizan la transparencia como el eje que vertebra sus actuaciones. El resto es hipocresía y tratar de cubrir el expediente ante una sociedad cada vez más alejada de lo oficial, de lo institucional, de lo público.
La transparencia es, por tanto, la mejor vacuna contra la corrupción, contra lo podrido, contra la complicidad con el poder, bien sea el más cercano, el cotidiano, o el que se ejerce desde los despachos de la economía financiera y la alta política.