Tengo que confesarlo: las lágrimas de Esperanza Aguirre por su sucesor Ignacio González me han conmovido. No me había recuperado aún de la confesión de Fernando López Miras tras su elección por el dedo de Pedro Antonio Sánchez (quien a su vez lo había sido por el dedo europeo de Ramón Luis) cuando llega esta Grande de España y, zas, echa por tierra de nuevo mi convalecencia. Lealtades y fidelidades varias que son o han sido premiadas en diferentes momentos encuentran su máxima expresión en hechos como los vividos en los últimos días. Lealtades y fidelidades que ya conocemos en el seno del PP con aquellos SMS de Rajoy a Bárcenas y demás gestos de cariño. ¡Ay, perdonen! Que esos son temas antiguos y no aportan nada nuevo. ¡Qué cabeza la mía!
Por una fidelidad y lealtad mal entendidas se argumenta lo que no tiene explicación razonable. Más bien se tolera todo, se consiente todo y, lo más grave del caso, es que se justifica lo injustificable. Desgraciadamente estamos acostumbrados a escuchar un razonamiento por parte de alguna gente, y su contrario, a los pocos días, según sirva para la defensa de una posición u otra. Y además, sin complejos. ¡Qué más da! Si el estómago lo aguanta todo. Si las palabras se las lleva el viento. Es cierto que quedan las hemerotecas, los archivos y los chats en reserva… pero da igual.
Nunca he creído que la muerte sea capaz de romper un vínculo entre las personas. Podrá quebrar un determinado tipo de relación presente, pero no por ello traspasar un lazo que va más allá de los acontecimientos habituales. Infringir una norma no escrita sobre la fidelidad es lo que tiene ser capaz de conservar un grado de autonomía que va más allá de las supuestas lealtades. Porque la confianza se destroza cuando no caben otro tipo de supuestos que la fe ciega en una idea, una ideología, un programa, una religión o, lo que es peor, un personaje en el cual se delega todo tipo de responsabilidades que van más allá de lo imaginable.
La lealtad, por tanto, tiene las patas muy cortas, porque por encima de ella está la autonomía personal. Esto es, la capacidad de ejercer la libertad de verdad. De la buena. Aquella que es capaz de discernir lo correcto de lo que no lo es. Esa que facilita poder dormir bien, mantener alta la cabeza y no eludir las miradas de supuestos reproches aderezados de gotitas de culpa y malestar ante las expectativas no cumplidas.
Volvemos al punto de partida. Unas lágrimas, aunque hagan correr el rímel, no son suficientes. No me valen. Lo siento. Aquí solo cuentan las acciones de cada quien y de cada cual. Porque por sus hechos los conoceremos, no por sus palabras, por sus declaraciones o por sus escenas ante las cámaras y micrófonos. La mentira nunca se puede comunicar bien, y menos cuando de lo que estamos hablando es de complicidad con lo acontecido. Por acción u omisión. La corrupción y sus derivadas se sustentan en la connivencia de las partes. Y de eso estamos hablando: de la complicidad. Y no solo en los grandes asuntos políticos o económicos de altura, sino en los cotidianos. Y en ellos no vale la lealtad ni, por supuesto, la fidelidad, aunque llegue la muerte.
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