No se conoce bien a una persona hasta que se viaja con ella. Hasta que no se comparte la intimidad de una maloliente habitación de algo llamado hotel donde lo más parecido a una ducha es una palangana con agua turbia. Hasta que no se soportan los olores corporales a bordo de un todoterreno que recorre la pista de la sabana durante horas en silencio por temor a un asalto en cualquier momento de la noche. Hasta que cocinas en un camping, aguantas la cola para ver la exposición de temporada en el museo centroeuropeo de moda, comes unas carnes o pescados, salteados con arroces y verduras bañadas en salsas especiadas mientras cierras los ojos y saboreas algo diferente.
Hasta que no sabes dónde colocar tus rodillas para evitar el roce con las de tu compañero de asiento low cost de autobús o avión. Hasta que negocias el precio de tu alojamiento rural, devoras el menú del peregrino, compras la baratija o la medallita para regalar a la suegra, aprovechas la casa de unos conocidos de juventud con el fin de ahorrarte el alojamiento o te devanas el seso buscando alternativas para los niños o el establecimiento que admita a tu perro.
Las grandes amistades y las rupturas más duras en las relaciones se fraguan en los viajes. Lazos que se mantienen a lo largo de los años, pese a la distancia, al igual que las enemistades desencadenadas en esa proximidad vivida en un contexto diferente al habitual. Todo cabe en este tiempo que ahora toca a su fin, en el cambio de estación y en el regreso a la mal llamada normalidad de la actividad profesional de un nuevo curso.
Confieso haber vivido, seguro que al igual que usted, querido y querida lectora, situaciones de todo tipo en torno a los viajes. De querer esconder la cabeza como un avestruz ante la vergüenza sentida en determinados contextos cuando era niño y viajaba con mis padres, a pretender mantenerla erguida en posteriores circunstancias cuando deseaba que no se acabara nunca ese tiempo de asueto, movilidad y experiencias singulares lejos de casa. Las he sentido a lo largo y ancho de nuestro país y de nuestra vieja Europa, en el continente africano y en Oriente Medio. Y todas ellas marcadas por la edad y las circunstancias personales y profesionales de cada instante, de cada escenario.
Y cuando no es posible adentrarte en una naturaleza concreta siempre quedan los libros de viajes. No las guías más o menos oficiales, sino todas aquellas sensaciones que han brotado de días intensos, de conversaciones mantenidas, de olores palpados, de amores clandestinos… y que han sido salpicadas en la tinta de un cuaderno. Como las Caladas de Cuba. Crónica del verano del deshielo, el último libro en cuidada edición del periodista Manuel Madrid, que desgrana a lo largo de seis intensos apartados lo vivido en dieciocho penetrantes jornadas del estío de 2015. Libertad, Deseo, Fidelidad, Imaginación, Porvenir y Añoranza encabezan cada uno de los capítulos que coronan las vivencias del reportero-escritor en esa gran quimera del Caribe que el poeta Reinaldo Arenas hiciera suya hasta que un día de 1990 arrancara su nota de suicido en Nueva York con su “Cuba será libre. Yo ya lo soy”. Estas Caladas de Cuba hay que degustarlas como el mejor habano saboreado entre el humo dulzón de un tabaco, como la literatura, cultivado con amor.
Viajar es, por tanto, esa invitación a salir al encuentro del otro, de lo otro, de lo distinto, de lo diferente, con la mirada abierta al descubrimiento continuo. Sin prejuicios. Sin frenos. Sin estereotipos. Con libertad plena. ©
La lectura del libro de Manuel Madrid, en el que me sumerjo estos días de final de verano, ha despertado todo lo que anida en mi interior al vivir Y recordar cualquier desplazamiento a un lugar diferente al que resido. Siempre me ha gustado viajar. Mi primer viaje lo hice en tren, con apenas cuarenta días de vida en 1964, en el regreso de mis padres desde París, donde nací, a Yecla (Murcia), como emigrantes retornados tras una breve etapa en la capital francesa. La infancia la recuerdo a bordo de un Renault Dophine en el que me desplacé con mis progenitores por las provincias de Alicante y Murcia. Volví a París junto a varios primos y tíos en la Semana Santa de 1973, marcada por la muerte en accidente de tráfico de Nino Bravo. Un trayecto de locura con el Simca 1200 de mi tío Juan y el R-10 de mi tío Luis. Recuerdo lo que supuso cruzar la frontera y llegar a un país con autopistas en las que se abrían automáticamente las barreras de los peajes echando las monedas a unas rendijas. Los veranos siguientes estuvieron marcados por viajes vacacionales con los mismos protagonistas a Madrid, Castilla La Vieja (como se llamaba entonces), Asturias y Galicia. Y a lo largo de esos años, interminables viajes a reuniones, asambleas y encuentros de la HOAC, en compañía de mis padres. Con experiencias muy distintas, en sucesivas etapas de mi vida, rememoro viajes de diverso tipo, a los siguientes destinos: viajes de fin de estudios a Madrid y alrededores, así como Barcelona y Cataluña; viajes de fin de semana destinos próximos de las provincias de Albacete, Alicante, Valencia y Castellón; durante la etapa universitaria, al País Vasco, para asistir al homenaje a Yoyes en Ordizia (Guipúcoa); mis primeras vacaciones tras comenzar a trabajar, en el año 1987, a Liverpool y Londres; invitado en un viaje de fin de estudios con alumnos de un instituto de FP de Águilas, a la Costa Azul, Austria, Hungría e Italia (1990); el año de nuestra boda (1991), a Mali y Costa de Marfil. En el resto de la década de los 90 a Israel, Palestina, Jordania y un inolvidable viaje a Rusia, así como de nuevo a Italia. Con un grupo de periodistas, invitado por Manos Unidas, a Kenia. Dos veranos seguidos a Holanda y Bégica, ya con mis hijos. Así como a innumerables destinos a lo largo y ancho de la geografía nacional, hasta la fecha, marcadas en los últimos años por el Camino de Santiago, en soledad o con mis hijos.
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