Perder la confianza en alguien o en algo es el primer paso para la muerte. La física, la anímica o la social. El final de una relación de pareja, de amistad, de padres y madres e hijos, profesional, laboral, política o religiosa, lleva unida la sensación de orfandad porque se ha quebrado el clima que sustentaba un pacto, un acuerdo, una alianza o un compromiso.
Un buen amigo, Carlos Álvarez, que además ha sido uno de los mejores jefes que he tenido a lo largo de los años, recuerda en una de sus publicaciones la afirmación de Stephen Covey de que la confianza es “la competencia de liderazgo clave en la nueva sociedad global”. Un alegato acerca de la capacidad de infundir y cultivar confianza en las relaciones interpersonales y en la vida de las organizaciones. Como resulta innegable, el cambio no puede justificarse por sí mismo, porque la clave del mismo es nuestra capacidad para definir, personal y organizacionalmente –políticamente-, el “lugar” al que deseamos llegar, en el que queremos estar, cómo y por qué, y entender el cambio como el proceso adecuado para llevarnos desde una posición A hacia una posición B… o Z.
La confianza es el elemento que reduce la complejidad en las organizaciones, en las relaciones humanas, en los compromisos sociales y políticos.
En el caso de las organizaciones, las genuinas 2.0, las auténticas culturas win-win (ganar-ganar), son aquellas que comprenden la facilidad en la que todas las relaciones profesionales estuvieran basadas en la confianza. Lo harían con unas estrategias de comunicación interna para cambiar desde sus posiciones de una cultura organizacional estructural a otra funcionalmente basada en la libertad.
Porque la confianza es el reductor por antonomasia de la complejidad en las organizaciones y, por ende, en el resto de relaciones sociales y personales. A mayor confianza, menores costes de transacción entre los distintos protagonistas de la vida institucional. A falta de una cultura basada en la confianza florecen los procesos burocráticos, ya sean formales o informales. Como si de una regla de oro se tratase, afirma este amigo, a mayor confianza menor burocracia, a mayor ethos de la confianza menor ethos burocrático.
Urge un liderazgo personal, profesional y político que sea transparente, celebre la diferencia y gestione mejor las expectivas del otro
No podemos negar el hecho de que cuando imperan la desconfianza y la burocracia, que trata de suplirla a base de reglas estrictas como un sucedáneo harto insuficiente, la vida de las organizaciones decae. Y así como cuando la vida nos abandona aparece el rigor mortis, desaparecida la vitalidad de la confianza surge el rigorismo organizacional: sólo se hace lo que está claramente descrito (y sólo se describe claramente lo que ya se viene haciendo desde hace tiempo). En estos escenarios no hay lugar para la creatividad y la innovación pues toda energía está concentrada en cumplir los protocolos de actuación.
Un rigorismo que lo tenemos presente también en nuestras casas, en nuestras vidas, por esa pérdida de la confianza personal. En definitiva, hablamos de un liderazgo personal, político, social o profesional en el que es preciso ser transparente y consistente, que comparta información de manera abierta y regular, que relate historias verdaderas y relevantes. Que celebre la diferencia aceptando a los otros tal y como son, al igual que ofrezca un “avance” acerca de a dónde se dirige y por qué. De este modo se pueden gestionar mejor las expectativas de todos y se reducen los temores. ¿No les suena algo a lo que está ocurriendo estos días en España?
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