Aunque el título de esta entrada pueda parecer para muchos un oxímoron, resulta que la combinación de estas dos palabras, en una misma estructura sintáctica, no tiene que por qué expresar un significado opuesto y sí originar un nuevo sentido. Esto es: que podemos encontrar en una organización jerarquizada y burocrática -como es una administración pública- ejemplos palpables de innovación, cambio y transformación social. De la buena, vamos. De esa que deja huellas por donde pasa y que es capaz de sorprender.

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Es cierto que hay tres grandes frenos que provocan la proliferación como setas de más personas innovadoras en el ámbito público. Lo recordaba en Murcia hace unos días Raúl Oliván, el director de ese gran laboratorio creativo en el ámbito municipal como es Zaragoza Activa. Por una parte, la basta existencia de legislación y reglamentos que inundan cualquier esfera de la actividad pública. Es esa burocracia que parece actuar como verdaderas patillas para dar el alto a cualquier iniciativa que trate de romper los comúnmente establecido. Por otra, la resistencia al cambio que lideran, a veces sin saberlo, los compañeros de la gente innovadora. El miedo al cambio, a lo desconocido y a no sufrir un verdadero ‘desprendimiento de rutina’ de la que habla Fidel Delgado, provoca que muchas veces los cambios los limiten quienes tenemos más cercanos.

Si a esos dos elementos de la frenada le sumamos el de los ciclos políticos del corto plazo, ya estamos perdidos. A Otto von Bismarck se le atribuye la frase de que “el político piensa en la próxima elección; el estadista, en la próxima generación”, lo que viene a demostrar que una visión limitada en el tiempo impide actuar para los grandes cambios. Porque no nos equivoquemos, la innovación, como la educación, no se resuelve en una legislatura o en un mandato. Hay que tener una visión a largo plazo, alcanzar grandes consensos y tener la gallardía y la inteligencia necesarias para acometer grandes retos, corregir los errores cuando los haya y evaluar los resultados.

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Valentía, capacidad, competencia, humildad y fe en lo que se hace son valores que no abundan mucho en el ámbito de las organizaciones públicas.  Y mucho menos cuando la mirada no se dirige a quien de verdad dota de sentido a las actividades de las administraciones: a la ciudadanía. De ahí que las apuestas por la innovación deben protagonizarlas personas osadas, que se la jueguen, que rompan con las inercias y con lo político y administrativamente correcto. Por quien esté dispuesta a mirar de frente y acepte que las resistencias solo se vencen desde la honestidad y la creencia de que los cambios van encaminados a mejorar el servicio público.

Valentía, capacidad, competencia, humildad y fe en lo que se hace son valores que no abundan mucho en el ámbito de las organizaciones públicas

Ese nuevo escenario pasa, indefectiblemente, por dejar de lado una mirada paternalista hacia los ciudadanos para hablarle a cada uno de ellos de tú a tú, a considerarlos como sujetos políticos soberanos, organizados en comunidades que trabajan en red, en un camino que va de la suspicacia a la confianza recíproca, del conocimiento experto a la inteligencia colectiva… En definitiva, del estado pasivo -en todas sus acepciones y niveles- a un estado emprendedor, de las ventanillas de toda la vida a las redes. De la inacción y la holganza a la apuesta por una activación de todo aquello que tiene que ver con lo público.