Acabo de descubrir que uno de los grandes males de nuestro tiempo tiene un nombre raro: la procrastinación. Sí, sí, así como suena. A lo mejor lo han oído nombrar si han hecho algún curso de productividad o se han puesto en manos de un coach. Algo tan simple como eso de dejar para después lo que puedes hacer ahora. Como afirman algunas especialistas, “es la muerte del freelance, una de las principales luchas cuando no tienes jefe ni nadie a quien rendir cuentas pero sí plazos que cumplir”.

El problema estriba, sin embargo, en que esta práctica está más extendida de lo que a menudo podemos pensar. La pereza campa por su anchas en medio de las relaciones personales y, sobre todo, profesionales, porque siempre se encuentra alguna razón para no centrarnos en lo que es realmente importante. Hay algo que aparentemente es más urgente, y por eso siempre surgen excusas para no acometer esa tarea, esa conversación, esa decisión o esa respuesta que nos hemos comprometido a dar… y que nunca llega.

Frente a quienes aseguran que aplazar las tareas puede ayudar a la creatividad, la realidad demuestra que la ansiedad en el trabajo tiene mucho que ver con la incapacidad de ponernos a ello. El miedo al fracaso, asumir las consecuencias de las decisiones o afrontar los problemas de salud (como aquellos relacionados con estrés, los dolores de vientre o de cabeza, cuando no las noches en vela) son algunos de los escenarios que puede haber detrás de quien practica la procrastinación como el deporte rey de su vida.

Frente a quienes aseguran que aplazar las tareas puede ayudar a la creatividad, la realidad demuestra que la ansiedad en el trabajo tiene mucho que ver con la incapacidad de ponernos a ello  

Llegados a este punto, me pregunto si detrás de muchas cosas que suceden en la vida social o política no está la mano de grandes procrastinadores que marcan la agenda de la actualidad. No me negarán que podamos encontrar ciertos rasgos de lo que venimos hablando en comportamientos del estilo de Rajoy y Puigdemont a la hora de haber demorado una solución dialogada y pactada a todo lo que ha tenido que ver con el procés. Más que por pereza de nuestros protagonistas, quizá hemos llegado al punto de difícil retorno por las distracciones a las que nos han intentado llevar, por intentar hacer varias cosas a la vez, por su práctica escasa de la meditación y querer disfrutar de la recompensa inmediata (véase, si se quiere, objetivos a corto plazo) con el fin de eludir o posponer las responsabilidades hasta el último momento.

geralt / Pixabay

Quizá alguno de estos personajillos ha preferido saborear lo que significaba actuar bajo presión, con el fin de ejercitar su rendimiento cuanto más se acercaba el plazo final a la DUI o al envite del artículo 155. Por eso hubiera sido quizá mejor autoimponerse fechas límite y convencerse que eran improrrogables, porque si no es así, todo se diluye y se vuelve abstracto en nuestra mente y en la de que quienes nos ocupan. Lo peor, sin embargo, es que el principal lastre de los procrastinadores es el del aprendizaje del pasado. Parecería resultar más fácil no abordar de verdad el meollo de la cuestión si esos mecanismos les han sido útiles en ocasiones anteriores. Algo de ello hay cuando el perfil del resistente numantino es el dominante, un perfil que es capaz de aguantar pacientemente, no adoptar decisiones, y esperar a que el problema se pudra, ante lo que ves pasar a tu alrededor como práctica cotidiana. Es lo que tiene diferir, aplazar, postergar o posponer. Y así nos va, procrastinando a tutiplén.