Tentado estuve hace unos días de saltar en un encuentro con personas conocidas para interpelar a una antigua compañera que relataba una serie de hechos adornados de una interpretación que no se correspondía con la realidad. Tentado estuve, como digo, de responderle y de espetarle que, si necesitaba creerse esa visión de lo acontecido para engañarse o convencer a la concurrencia, pues estaba en su derecho. Pero que el respetable tenía claro que no era cierto, porque muchos testigos de lo sucedido podían corroborar que eso no era así. El silencio, sin embargo, fue la respuesta ofrecida, y resultó la más ajustada ante la tormenta que podía desatar una reacción como la que las tripas reclamaban. No olvidemos que, en la mayoría de las ocasiones, actuamos bajo presión, con reacciones desmedidas si se analizan con una cierta distancia.

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¿Qué es lo que había por debajo de todas esas sensaciones? ¿De esa rabia contenida? ¿De esa ira desbocada que, a Dios gracias, finalmente no vio la luz? Pues lo que nos suele ocupar una gran parte de nuestro tiempo emocional, ese que abarca el mayor contenido de nuestra vida y es tan determinante a la hora de afrontar cualquiera de los acontecimientos que vivimos a diario. Que no se cumplen las expectativas que nos hacemos ante cualquier relación humana, bien sea en nuestro mundo profesional, familiar o social. Si rasgamos un poco el por qué nos pasa lo que nos pasa encontramos respuestas más sinceras de las que, a menudo, solemos esbozar. Que no se ha cumplido lo esperado. Desde algo tan simple como sonreír o dar los buenos días a alguien para que nos sonría y nos salude, hasta querer a ese alguien esperando que nos quiera de la manera especial que deseamos.

En teoría somos educados en valores como la gratuidad. Esto es, no esperar nada a cambio de lo que hacemos. Pero seamos sinceros. Esto raramente es así. De niños aguardamos a que nuestros padres nos den su aprobación. De adolescentes, que nos acepten en el grupo de amigos y amigas de clase o de travesuras. De jóvenes, que la chica o el chico de nuestros sueños se fije en nosotros. Recién iniciada una relación de pareja, que la parte contratante de la primera parte nos encuentre el no va más, seductores hasta la médula y encantadores de serpientes hasta cuando dormimos. De progenitores, que nuestra prole responda a lo que esperamos de ella. Y ya de mayores, que entiendan nuestras equivocaciones, debilidades, lapsus y achaques.
Somos educados en valores como la gratuidad. Esto es, no esperar nada a cambio de lo que hacemos. Pero seamos sinceros. Esto raramente es así

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Ocasionalmente tampoco aceptamos no poder obtener lo que nos hemos fabricado en nuestra mente en cualquier ámbito del mundo laboral o profesional en el que pululamos. Ser aceptado en la tribu por aquellos a quienes atribuimos poderes mágicos, bien sean nuestros jefes o líderes de cualquiera de las manadas que pueblan nuestra existencia. Porque en definitiva nos sentimos pequeños, diminutos, liliputienses… al ser cubiertos por ese manto de la expectativa no resuelta. No lograda. No plasmada en un papel de la existencia.

El remedio, no obstante, está, como casi todo en la vida, delante de nosotros. Tan solo hay que cogerlo con fuerza. Por mucho que duela, parezca imposible o resulte a priori inalcanzable. Hay que mandar las expectativas a paseo, al garete o, pese a que suene fuerte, como afirmaba Antúnez en Camera café, ¡a la puta calle! No hay otra. Porque la otra parte, a la que normalmente culpamos de todos nuestros males, está en su derecho de actuar como lo hace. Nos guste más o menos. La clave está en nosotros.