Les propongo un sencillo juego. Párense. Deténganse por un instante tras leer estas letras. Cierren los ojos. Imagínense que llegan a su casa, a su edificio. Recorran cada una de las plantas y frente a las puertas de las viviendas traten de recordar cuántas mujeres viven en ellas. Desde bebés recién nacidas hasta la vieja que aparece de vez en cuando en el ascensor, acompañada por sus nietos o baja la basura. Las que trabajan fuera del hogar, ¿dónde lo hacen? ¿A qué se dedican? Las que sólo viven al parecer para atender a sus hijos, esposo, nietos, tías o abuelas, ¿qué aspecto tienen? ¿Se les ve contentas? ¿Se oyen sus gritos por el patio de luces?

No hay que ser muy listo para confirmar lo que los estudios sociales vienen reflejando desde hace años: la feminización de la pobreza. Esto es, una situación generalizada en la mayoría de los países y que hace visible a las mujeres como colectivo que constituye la mayoría de la población pobre del planeta. Entre las vecinas seguro que hay mujeres jóvenes. Esas que pueblan los institutos y la universidad, las cajas de los supermercados, las cocinas de pizzerías y hamburgueserías, los comercios de franquicias o los bares de copas con contratos temporales más ajustados que la ropa que les exige llevar el encargado.

Las mujeres inmigrantes nos limpian la casa, nos cuidan a los viejos o nos recogen a los niños del colegio

Hace quince años, en España ya había más de cuatro millones de mujeres jóvenes, de entre 16 y 29 años, en riesgo de exclusión por la dificultad de acceso al mercado laboral y la explotación por efecto de los contratos temporales, los bajos salarios o la economía sumergida. Si el principal riesgo es la pobreza no hablemos de la dependencia y el retraso en entrar en la vida adulta. Y si encima carecen de estudios o han quedado embarazadas sin desearlo les toca el boleto, más el complementario.

Seguimos contemplando nuestro alrededor. Vemos a mujeres inmigrantes. Nos limpian la casa, nos cuidan a los viejos o nos recogen a los niños del colegio. Algunas hasta nos sirven una copa en los bares o recogen nuestras cosechas. A sus problemas legales tienen que sumar los familiares, económicos y laborales, así como una importante discriminación en relación con otros grupos de trabajadores, tanto mujeres españolas como varones inmigrantes. ¿Y qué me dicen de las prostitutas? A lo mejor no viven junto a nosotros, pero las vemos al anochecer en los polígonos industriales, en las carreteras, en los clubes de luces refulgentes. Estas, más que pobres, son hijas de la pobreza.

A quienes sí reconocemos, con seguridad, son a esas mujeres y madres solteras, cabezas de familias monoparentales. Separadas, divorciadas y viudas. ¿Recuerdan aquel juego de la infancia, para saltar a la comba, en el que se cantaba aquello de “soltera, casada, viuda… y monja”? ¿Cuántos grupos de riesgo habría que añadir ahora en la canción? Casi tantos como para no parar nunca de saltar. Y a las viudas pensionistas, esas que perciben el 45 por ciento de la base reguladora del cónyuge, si se encontraba en activo, y el 60 si estaba jubilado. A la brecha salarial se suma, por razón de aquella, la de las pensiones por jubilación, por su dedicación al trabajo doméstico, en la economía sumergida y, en general, los regímenes de menores prestaciones.

Si abren finalmente los ojos, ¿no creen que existen razones suficientes para una huelga el próximo 8 de marzo? Respondan sinceramente. De mujeres… y de hombres.