Si me piden que escoja el mayor pecado que detesto lo tengo claro: la hipocresía. Porque fingir cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan es de cobardes. ¡Uy! Ya se me ha escapado otra falta, otro desliz, otra imperfección del ser humano: la cobardía, que no es otra cosa que la falta de ánimo y valor. Muchas veces no somos capaces de imaginar hasta dónde podemos asustarnos al descubrir ese rasgo en nuestro comportamiento cotidiano. Y relacionada con aquélla está el temor, el miedo, el espanto o el pavor que nos causan los avatares o circunstancias experimentadas desde el mismo momento en el que ponemos el pie en el suelo cada mañana.

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El miedo paraliza y, desgraciadamente, aunque resulte paradójico, mueve el mundo. Por miedo somos capaces de repetir los mismos comportamientos día tras día, año tras año… y hasta el infinito y más allá. Por miedo machacamos al que tenemos al lado, adulamos a nuestros jefes, nos sometemos al ser más ruin que gobierna cualquier faceta de nuestra vida. Vegetamos en las relaciones humanas y otorgamos el poder a un sinfín de parásitos que se cruzan en la existencia en la que hemos convertido el paso del tiempo.

Comportamientos trasgresores que atentan a diario contra la seguridad vial son muestra palpable del extremo al que llegan esos abusones de la vida

Esa parálisis es la que nos hace tener asignaturas pendientes hasta que nuestros restos llegan al tanatorio y son velados por quienes hemos hecho culpables de la triste vida transcurrida. Esa hemiplejía mental y existencial es la que ha privado al mundo de llamar a las cosas por su nombre. De que cualquiera que se cree rey siga desnudo en la política, en las organizaciones o en la familia creyéndose  que es alguien por encima del resto. Esa perlesía que sufrimos a diario es la causa y razón de que tantas personas mediocres rijan los destinos del común de los mortales.

Tengo un amigo que, con grandes dosis de sarcasmo que no cae en lo sangriento sino en la fina ironía, afirma que poner el intermitente es de cobardes. Comportamientos trasgresores que atentan a diario contra la seguridad vial son muestra palpable del extremo al que llegan esos abusones de la vida. Esa misma persona es la que provoca carcajadas cuando suspira con aquello de ¡ay, Señor, dame paciencia… ¡pero ya!

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Las resistencias son muchas, es verdad, pero no olvidemos (como ya bien sabemos) que hay caciques porque hay siervos, que hay machismo porque mujeres y hombres lo hemos aceptado como algo consustancial, que hay corrupción porque la toleramos en los pequeños detalles de la vida, que hay abusones porque los hemos soportado y dejado crecer desde el patio de nuestros colegios, que hay piltrafillas porque abundan las personas de ínfima consistencia física o moral. El miedo es, por tanto, esa fuerza que mueve la vida y en la que se apoyan quienes están a gusto con las injusticias, con las desigualdades, con el sometimiento de unas personas sobre otras, con la ignorancia, con la estulticia, con la necedad, con la tontería. Y frente al miedo, por tanto, la receta está clara: mirar de frente, a los ojos, desafiando las consecuencias si llega el caso, esbozar una sonrisa y lanzar el reto: pero ¿quién te has creído que eres? Un cobarde, seguro.