Cada familia guarda su secreto particular. En el recóndito rincón de la esencia de cada estirpe anida aquello que ha marcado la vida de más de una generación. En ocasiones tiene que ver con un acontecimiento trágico sobre el que existió un consenso más o menos velado de que debía permanecer oculto para quien viniera después. Una muerte, una violación, una traición, unos celos mal llevados, una delación, una acusación infundada. Quién sabe el catálogo completo de ofensas, despropósitos, ultrajes o insultos que han rodeado las circunstancias sobre las que se teje una maraña de ocultaciones que marcan la vida de un linaje.
Unas veces por vergüenza. Otras por temor a las consecuencias. En muchos momentos por el qué dirán. En unos por simple ignorancia. O por recelo injustificado. Pero al fin y a la postre, escondidos al común de los mortales, se agazapan hechos que no salen a la luz a no ser que se escarben o se hurguen aquellas notas que dejan entrever comportamientos difícilmente explicables. La tarea no es sencilla porque son innumerables las capas superpuestas que alimentaron a lo largo de los años las vicisitudes que han tenido que atravesar los protagonistas de cualquier clan que se precie.
Podemos preguntarnos, llegados a ese punto, si tienen razón quienes mantienen que resulta conveniente exponer todo a la superficie. Que no hay motivos para permanecer callados. Si la defensa de la transparencia debe llegar hasta las últimas consecuencias. Al menos hasta un cierto nivel que acabaría, así sin más, con el secreto en el primer plano de las relaciones. Los secretos dejarían de ser como tales, porque al menos un círculo más o menos cercano sería partícipe de que algo sucedió para explicar en parte el presente.
No obstante, frente a esas posiciones están la de quienes sostienen que cualquier esfera de la vida personal, social y económica precisa de un horizonte vedado al conjunto de los mortales. Porque ese contexto permitiría un normal desarrollo de la vida, donde el factor sorpresa, de una parte, y el poder que otorga la exclusividad de cierta información, de otra, serían los ingredientes necesarios para otorgar la pimienta de la vida. Sea entre las cuatro paredes del hogar o en los escenarios del mundo.
Pensemos si en la vida política o la economía los secretos juegan un papel esencial como un bálsamo calmante frente a las asperezas de la realidad. Gobernantes y gobernados, empresarios y trabajadores, tiranos y súbditos, caciques y siervos, verdugos y víctimas del patriarcado, consienten y aceptan una esfera de secretos sobre los que se sustentan y entretejen las decisiones que marcan las vidas.
Quizá el mayor problema es que asociamos guardar un secreto con algo perjudicial para la salud. Mantenerlo lleva asociada una carga física y emocional que más temprano que tarde pasa factura, ya que requiere un gran esfuerzo en nuestra rutina diaria. De ahí la sensación de llevar a cuestas una pesada mochila que nos impide ser naturales, porque la sobrecarga del secreto nos aleja de nuestras metas. Nos frena, nos paraliza. Pero quienes han experimentado liberarse de ese fardo, bien sea de los demonios familiares como de los políticos o los del mundo de la empresa, se arrepienten de no haberlo hecho antes, porque aseguran que la sensación de bienestar es difícilmente explicable. ¿Es su caso?
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